Rushdie y los peligros de leer un solo libro
En el preciso instante en que Hadi Matar apuñaló a Salman Rushdie sobre un escenario, me encontraba asistiendo de forma virtual a una serie de charlas suyas sobre la literatura y el oficio de escribir. Mientras el fanático del Islam le clavaba el puñal en el cuello, Rushdie estaba en mi pantalla diciendo: “Lo más difícil es escribir sobre la felicidad. Si la gente es feliz no hay historia. El conflicto trae el drama”. Y el drama estaba atravesándole el cuello en ese momento. De esto hace ya tres semanas, pero nunca es tarde para hablar de Rushdie y de la libertad de los escritores.
Hadi Matar declaró poco después de ser detenido que solo había leído un par de páginas de Los versos satánicos, y me pareció mucho: los fanáticos son lectores de un solo libro (y que dedicara unos minutos a leer dos páginas de otro resulta un atrevimiento audaz) y los lectores de un solo libro son peligrosos.
Las llamadas “religiones del libro”, en distintos momentos de la historia, han creído que su libro solo podía triunfar imponiéndose sobre todos los demás y han hecho numerosas campañas violentas no solo para arramblar con los otros libros sagrados, sino también con los seculares. En realidad deberíamos llamarlas “religiones del libro único” para tener siempre presente que la lectura del libro único atenta contra los libros, del mismo modo que el sistema de partido único tritura los partidos. En última instancia, los fanáticos del libro único querrían extinguir la literatura, como el partido único quiere acabar con la democracia. Hasta ese punto están anudadas inseparablemente la libertad de la literatura con la de la vida, y el pluralismo político con el creativo.
Pese a toda la propaganda a favor de los libros, leer no siempre es bueno. Quizá ha llegado el momento de admitir que hay formas de leer muy peligrosas. No me refiero a los riesgos de pensar ni a la libertad que da la lectura a quienes viven en un mundo reducido por la sociedad a cuatro paredes, como les ha ocurrido a las mujeres durante siglos. Hace un tiempo alcanzó mucho éxito un libro de Stefan Bollman titulado Las mujeres que leen son peligrosas, una historia de las lectoras. Pero no me refiero a ese tipo de riesgo, el de pensar y cuestionar el sistema de dominación al que se pertenece. “Peligrosas” referido a las mujeres raramente entraña violencia. Me refiero al riesgo que tiene el libro único -más allá del orden religioso, también en el político- de estimular el dogmatismo y la violencia.
Algunos somos creyentes de esta máxima: leer tiene un efecto civilizatorio (y creemos con plena conciencia de su ambigüedad y, con dudas, y a veces, casi derrotados por el escepticismo o por los hechos): es un asunto en el que nunca termina de decirse la última palabra. Con la ley de Godwin en la mano, traigo a colación el caso de Goebbels, que leyó mucho, estudió Filología y se doctoró con una tesis sobre el dramaturgo alemán Wilhelm von Schutz.
De Persia salió el texto más universal y popular sobre el carácter civilizatorio de la lectura: Las 1.001 noches. Y de esos mismos paisajes salió también la fatua contra Rushdie. No se puede ser dogmático en estos asuntos. Lo más fascinante es que fueron los árabes quienes globalizaron ese relato de relatos, y gracias a ellos llegaron todas esas noches a Europa, como gran referente de su literatura y del arte de contar historias. Recuerdo a mi profesora de literatura de BUP explicando fascinada la habilidad y la inteligencia verbal de Sherezade. Pero creo que no se enfatiza suficiente que al final del texto, las mil narraciones han surtido su efecto: el sultán renuncia a matar mujeres y demuestra haber aprendido las lecciones de todas las fábulas morales que ha escuchado. Quizá esa sea la clave de bóveda: leer civiliza si uno se abre a una pluralidad de historias y de representaciones del mundo. En mi pantalla, Rushdie estaba subrayando ese valor civilizatorio de la literatura encarnado por Sherezade, justo mientras una ambulancia lo trasladaba al hospital.
Un apunte más. Rushdie es un genio. Su novela Hijos de la medianoche está densamente poblada de personajes inolvidables, tan humanos que suscitan ternura cuando se equivocan, cuando aciertan e incluso cuando son malvados. El texto comienza con la historia del musulmán indio y cachemiro Adaam Aziz, de identidad impura, como casi todos nosotros. Este Aziz, abuelo del narrador- protagonista, expresa ese sentimiento tan contemporáneo de la duda respecto a su fe. Al volver de una larga estancia en Europa, ya no puede adorar a un dios en el que no cree, pero tampoco descree del todo. Se queda a medio camino entre la fe y el escepticismo. Los fanáticos no soportan los matices.
Y aquí ya muy abajo, digo lo ínfimo, lo intrascendente que se deja caer cuando se acaba una cena en casa de amigos y estás ya entrando en el ascensor: cierta derecha española está convencida de que todo lo que sucede en el mundo acontece para que se pueda culpar a la izquierda. Siempre encuentran un resquicio provinciano para no entrar al fondo de los problemas. También arrastraron el apuñalamiento de Rushdie a ese cateto lodazal, sin reparar en que ni él ni la libertad creativa lo merecían.
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