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El empacho del tener

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Fue una reacción casi física. Volvíamos a casa en coche, el frío azotando las ventanillas, cuando, al pasar por las últimas casas del pueblo de al lado nos inundó la luz multicolor de las guirnaldas navideñas dispuestas por algún vecino.

A la sensación de extrañeza, de escenario de encuentros en la tercera fase, causada por el contraste con la apacible negrura de la noche, se unió otra sensación, esta de náusea, casi física, y de una tristeza honda: un muñeco de nieve de plástico, con su chistera rígida, una zanahoria polimérica y una mirada vacua que encerraba la desesperación de nuestros tiempos, vigilaba nuestro paso.

Pensé en ese vecino, en la ilusión, supongo, con la que había decorado su jardín, en su extraña generosidad al gastar electricidad para iluminar nuestro camino y, no sé, quizás alegrarnos la noche. Pensé en lo absurdo de la situación, en el contrasentido de gastar luz para nadie, porque vivimos cuatro gatos por estos lares, en lo difícil que sería explicarle, como a tantos otros, el mal que hacen esas luces a las auténticas maravillas de la zona, murciélagos, erizos, tejones. Pensé en lo necesario que es, sin embargo, que en plena crisis planetaria, de energía, seamos conscientes de nuestros actos. Y también en el dilema de con quien ser cruel, de no tener que renunciar a la empatía, porque es nuestro último clavo ardiendo.

Porque pensaba también en quienes fabrican toda esa furrufalla, trabajo esclavo en el culo del mundo exportado a través de los siete mares, y en los condenados al infierno moderno del reciclaje de los componentes electrónicos que alegremente exponemos a la intemperie para nada, para que hagan compañía al plástico que después nos bebemos y comemos y respiramos bien reducido a monómeros y microplásticos.

Pensé en todo ello con una enorme tristeza y una enorme rabia, porque, en el fondo, tuve la sensación de que exponer ese hombre de nieve de plástico barato y luces de bajo consumo innecesario era también reconocer una honda desesperación, la del adicto que busca la felicidad con una compra más, en un viernes negro o un sábado anodino, un objeto más, un cacharro más para el que no tenemos sitio ni razón que lo justifique, en lugar de buscarla en otros lugares, en el contacto con esas personas que parece que nos sobran, que nos dan miedo, que de tan solitarias se vuelven extrañas también.

¿Dónde han quedado las partidas de cartas con esas barajas que duraban generaciones, el placer de compartir un trago, una conversación, de pasar un rato decorando con las piñas recogidas del suelo o con la ropa vieja, realmente vieja, a la que se le podía dar, de verdad, una segunda vida lejos de una playa africana anegada por el exceso de producción textil y unas ofertas tan irresistibles como las del Cuarto Círculo del Infierno?

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