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The Guardian en español

El mundo al revés: cómo el aire acondicionado dio forma a las ciudades modernas

Vista de unidades de aire acondicionado en las paredes de un edificio de 25 pisos en la ciudad de Fuzhou, provincia de Fujian en el sudeste de China, 25 de mayo de 2016.

Rowan Moore

Una vez me estaba alojando en una casa en Houston, Texas y mi anfitriona me estaba mostrando el sitio, que tenía una imponente chimenea.

“¿Pero cuántas veces hace frío aquí como para encender el fuego?” pregunté, ya que lo poco que sabía de la ciudad era que es mayormente calurosa y húmeda. Quizás un día o dos al año, me respondió. Pero su esposo era oriundo de Wisconsin y le gustaba tener un hogar de leña. Así que encendían el aire acondicionado y la chimenea a la vez.

Así el clima se convertía en algo como la televisión, que puede modificarse tocando un botón, el resultado de un siglo que comenzó en 1902, cuando le pidieron a Willis Carrier que creara algo para que el calor y la humedad no deformara el papel en la imprenta Sackett-Wilhelms de Brooklyn. Pero el aire acondicionado que él ayudó a desarrollar ha cambiado edificios y la forma en que los utilizamos más que ningún otro invento: más que el hormigón reforzado, la hoja de vidrio, los ascensores de seguridad y las estructuras de acero. El aire acondicionado ha impactado en dónde y cómo damos forma a las ciudades, y sus efectos han sido de índole social, cultural y geopolítica.

Habría sido imposible imaginar un centro comercial sin aire acondicionado, así como también las torres de oficinas con paredes de cristal o los servidores de los ordenadores. El desarrollo de Hollywood en los años 20 habría sido más lento si, como antes, los cines hubieran tenido que cerrar durante los días de calor. La expansión de los conjuntos habitacionales en la posguerra en los suburbios estadounidenses se basó en la construcción de casas unifamiliares asequibles y con aire acondicionado. Un museo contemporáneo, como el Tate Modern o el Moma, necesita un ambiente cuidadosamente controlado para proteger las obras de arte.

Han prosperado ciudades en sitios donde antes el clima lo hacía imposible. En 1950, el 28% de la población de Estados Unidos vivía en la Franja del Sol; en 2000 el porcentaje era del 40%. La población total de las ciudades del Golfo pasó de menos de 500.000 en 1950 a 20 millones actualmente. El crecimiento de Singapur, de las ciudades chinas o indias, no habría sido igual si todavía dependieran de los ventiladores, las galerías con sombra y las siestas por la tarde.

Por supuesto que existen otros factores, como la presencia de reservas de petróleo tanto en Houston como en el Golfo, pero el alivio de las temperaturas antes insoportables cambió radicalmente la historia de estas ciudades. Y así, en el siglo XXI, hemos llegado al punto de poder construir una pista de esquí con nieve “de verdad” en un centro comercial de Dubai, o campos de fútbol con aire acondicionado para la Copa del Mundo que se celebrará en Catar en 2022, hitos de la refrigeración cuyo factor diferencial fue la extravagante –y hasta el momento impracticable– inversión de las condiciones naturales.

Con el aire acondicionado ha nacido un nuevo tipo de arquitectura, una en la que los recursos que se solían utilizar en climas cálidos –como las galerías, la ventilación cruzada o los estanques de agua– que creaban a la vez estratos y permeabilidad entre el exterior y el interior, desaparecieron para dar lugar a cajas cerradas. Las torres de vientos persas, las fuentes de la Alhambra, o las típicas casas con corredor del sur de Estados Unidos, en las que el área de la cocina y del salón estaban separadas por un corredor abierto, todo eso nació de la negociación entre la arquitectura y el medio ambiente. Ahora todo se trata de una conquista tecnológica.

Los servicios de construcción –los sistemas de calefacción, refrigeración y ventilación– crecieron para acaparar cada vez una mayor parte del presupuesto. Las personas que los diseñan, ingenieros de servicios, se han convertido en actores influyentes aunque poco reconocidos en la conformación de las ciudades. En los años 80, edificios como el Lloyds de Richard Rogers le dieron una expresión formal a los conductos que hasta entonces habían estado escondidos. En las películas de Jungla de Cristal, los conductos del aire acondicionado son un elemento crucial para el suspenso y la acción, ya que son lo suficientemente grandes como para que quepa el cuerpo de Bruce Willis.

Sin embargo, el efecto arquitectónico más significativo del aire acondicionado reside en los espacios sociales que genera. En Houston, como en la mayoría de las ciudades del sur de Estados Unidos, puedes pasar de tu casa con aire acondicionado a tu garaje con aire acondicionado y de allí a tu coche con aire acondicionado hasta llegar a los aparcamientos de centros comerciales o torres de oficinas que también tienen aire acondicionado. En la zona céntrica de la ciudad, túneles y puentes conectan a los diferentes edificios, para que se pueda pasar de uno a otro sin estar expuesto al aire exterior. Así, es posible –y de hecho muy común– pasar días enteros, incluso semanas, en un clima controlado.

En el clima brutal de Doha, Catar (o de hecho en Dubai, Shenzhen o Singapur), se repiten espacios similares. Edificios que parecen separados por fuera (para los pocos que eligen mirarlos desde fuera) están unidos de forma interna: de un hotel se pasa a un centro comercial, de allí a una zona de restaurantes, de allí a un complejo de cines, todo a través de vestíbulos revestidos en mármol, moquetas y madera que no nos permiten darnos cuenta si estamos fuera o dentro. Las jerarquías y distinciones de las ciudades europeas –entre edificios y calles, y entre grados de espacios públicos y privados– se diluyen y se disuelven.

“Un espacio basura”

El arquitecto Rem Koolhaas llamó “Junkspace” (“Espacio Basura”) a este fenómeno: un “producto del encuentro entre las escaleras mecánicas y el aire acondicionado, concebido en una incubadora de aglomerado… siempre interior, tan extenso que casi no se perciben los límites”. Tanto en el Golfo como en China y en gran parte de Estados Unidos, el centro comercial se ha convertido en el principal lugar de reunión, siendo un sitio donde un gran número de personas pueden pasar el tiempo, dejando que las calles sean ocupadas por el aliado mecánico del aire acondicionado: el coche.

El resultado es una forma de privaciones sensoriales que ahora casi todo el mundo acepta sin cuestionamientos, en las que la interacción activa del cuerpo con la atmósfera se vuelve homogénea y pasiva. Los estímulos al olfato, al tacto, al oído y a la vista quedan casi completamente bajo control de la gestión del centro comercial: “un purgatorio de baja calidad”, como lo llamó Koolhaas, “demasiado maduro y muy poco nutritivo a la vez…como estar condenado a pasar la eternidad en un jacuzzi con millones de tus mejores amigos”.

También se produce la ausencia de lo que los europeos llaman el espacio público, que en principio es algo disponible para todos, abierto a actividades no programadas y no necesariamente comerciales. Se ha observado que las redes de clima controlado en Houston, en Jakarta o en Dubai no sólo dejan fuera el calor y la humedad, sino también a aquellas personas que no son consideradas deseadas o rentables. En estos sitios, hay una clara división –social y a menudo racial– entre aquellos dentro de la pupa con aire acondicionado y aquellos que quedan fuera. La calle se transforma en un sitio activamente hostil, los efectos del clima agravados por el tráfico de vehículos y la indiferencia hacia las necesidades de los transeúntes. Allí está la gente que no se ve en los centros comerciales: los trabajadores inmigrantes en el Golfo, los indigentes y los desafortunados en Estados Unidos.

Anti-social y contra natura

A nivel medioambiental, el aire acondicionado es anti-social. Le ofrece comodidad al propietario, a costa de enviar el exceso de calor a otro sitio, a las calles circundantes y finalmente a la atmósfera del planeta. Se cree que la temperatura nocturna de Phoenix, Arizona, ha aumentado en un grado o más por el calor que emanan los equipos de aire acondicionado. Se podría decir que esto es tecnología perfectamente neoliberal, basada en la división y el desplazamiento. Según una teoría, Ronald Reagan logró ser elegido presidente gracias al aire acondicionado, atrayendo a jubilados conservadores de los estados del sur que inclinaron la balanza a su favor.

Al señalar los defectos del aire acondicionado, es fácil pasar por alto sus logros, el preguntarnos –al estilo de La Vida de Brian– qué ha hecho por nosotros. Una respuesta es la reducción significativa de la pérdida de vidas por exceso de calor. Otra respuesta posible es la mayor productividad y actividad económica en regiones de altas temperaturas. O escuelas y hospitales con mejor funcionamiento. La mayoría de nosotros puede estar agradecido por su contribución a la informática y al cine. Pocas personas que han pasado tiempo en climas cálidos y húmedos no querrían a veces refugiarse en un sitio con aire refrigerado artificialmente.

Un argumento a favor de las ciudades con aire acondicionado es que son más eficientes energéticamente que las ciudades antiguas –como por ejemplo, Minneapolis– que necesitan calefacción en invierno, y si las estadísticas del consumo energético suenan aterradoras, también pueden ponerse en perspectiva. Por ejemplo, Estados Unidos gasta más energía en aire acondicionado que lo que gasta África en total. Pero también es cierto que Estados Unidos gasta aún más energía en agua caliente, que no tiene tan mala reputación.

Entonces, la cuestión no es si está bien o no acondicionar el clima, sino cómo hacerlo. Ya en los años 40, el arquitecto egipcio Hassan Fathy demostró, utilizando su pueblo de Nueva Gourna cerca de Luxor, cómo se pueden retomar técnicas tradicionales de orientación, ventilación, filtración y sombras. Muchos arquitectos contemporáneos están siguiendo sus pasos –el nigeriano Kunlé Adeyemi, por ejemplo, cuya Academia Black Rhino en Tanzania intenta optimizar las condiciones para que los usuarios encuentren la mejor ubicación a nivel medioambiental.

Si bien estos principios ahora son más conocidos, sigue siendo un desafío el poder trasladar estos logros de la escala de un pueblo como los de Hassan Fathy a ciudades más grandes y en rápido crecimiento. Enfrentando este desafío encontramos la promesa de proyectos gubernamentales de alto perfil, como Msheireb en Catar y la ciudad de Masdar en Abu Dhabi, que presume de su combinación de estilos antiguos –patios con sombra y arcadas, calles pequeñas que permiten circular el viento– con paneles solares y lo que los arquitectos de Masdar, Foster y Asociados, llaman “tecnologías de vanguardia”.

Ha habido cierto escepticismo, especialmente respecto de Masdar, sobre los objetivos de estos proyectos, que se creen más simbólicos que verdaderamente ecológicos. Pero los lugares que crean son incomparablemente más agradables que las zonas céntricas de las ciudades en donde se encuentran, mecanizadas por los coches y los aires acondicionados. Son, al menos, pasos camino a una de las metas esenciales del siglo XXI: el desarrollo de nuevas formas de espacio público en climas calurosos, en lugar de las ciudades como neveras habitables del siglo XX.

Traducido por Lucía Balducci

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