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Reflexiones de una mujer española sobre un paracaidista colgado de una farola

El paracaidista colgado en la farola durante el desfile de las Fuerzas Armadas.

Ruth Toledano

Nadie esperaba que el pasado sábado 12 de octubre, Día de la Fiesta Nacional de España, durante el desfile militar que desplegaba su solemne parafernalia ante reyes y princesas vitalicios y presidentes y ministros en funciones, se produjera un acto de psicomagia propio de Jodorowsky. Un paracaidista descendía hacia el palco real, surcando, con patriota pericia, un cielo tan nublado como el horizonte político del Estado. No era un paracaidista más, sino el que portaba, apretándola con reciedumbre también patriota entre sus piernas, la enorme bandera rojigualda que habría de aterrizar –retórica como un símbolo, abstracta como una patria, ella misma una y grande, firme como una sentencia– ante la complacencia del poder español, dispuesto con sus mejores galas a la icónica exaltación.

El paracaidista hizo un giro con el que rubricaría su acrobacia maná y, como si hubiera sido arrastrado por un súbito viento tramontano, se comió una farola. El patriota quedó colgando de aquel poste, enredado en la bandera. Y la bandera quedó colgando del patriota, como un guiñapo. Si la psicomagia sirve, dice Jodorowsky, para desbloquear traumas, y convenimos en que el españolismo está ejerciendo un bloqueo que es traumático, el leñazo contra la farola es psicomagia en estado puro.

Vaya por delante que no soy de las que se ríen con las caídas, chowues y tropezones ajenos. Nunca me han hecho gracia esas escenas tan populares, reales o ficticias, en las que la gente sufre esa clase de pequeñas humillaciones que, por otra parte, nos hacen por segundos tan humanos. Ni siquiera me gusta ese Charlot ni mucho menos el humor amarillo, aunque adoré en la infancia a aquel cegato Rompetechos de los tebeos de Ibáñez (que hablaba, por cierto, con farolas a las que confundía con policías, en aquel entonces, franquistas). Creo que son residuos de mi educación cristiana y reivindico esa compasión: sentí empatía por el cabo primero Luis Fernando Pozo.

Sin embargo, fiel a una mala reputación de larga tradición, que fue cantada en francés por Georges Brassens y en castellano por Paco Ibáñez, conservo intacto el republicanismo antimilitarista (de no ser objetora de conciencia, habría intentado librarme de la mili por pie cavo) y no pude evitar ver en su poco envidiable situación una suerte de justicia poética que me resultó estimulante. Vi varias veces el vídeo del suceso. Intercambié whatsapps con mis amigos catalanes. Entré y salí de Twitter. Me reí mucho, la verdad.

El episodio siguió un protocolo que refleja la naturaleza del acto incluso cuando el guion había fallado. Mientras el pobre Pozo seguía colgado de la farola y esperaba, hundido en las simas de sí mismo, que alguien viniera a rescatarle, otros patriotas ejecutaron una ensayada coreografía de estirado que devolviera a la tela la dignidad perdida, y se llevaron la gran bandera, de la que el cabo había logrado liberarse, como quien carga un féretro, y sin apenas mirar al hombre que, por la divina providencia o simplemente por los pelos, podría haber sido cadáver. Por suerte, el hombre estaba vivo. Y la bandera, muerta, parecía. Algo había muerto, desde luego: una soberbia, una altivez, una arrogancia con la que los del palco uniforman a España.

De manera simbólica, había acabado la función antes de empezar, y de esa forma estrafalaria que dejó aún más patente el ridículo del libreto fallido. La amenaza implícita, a buen entendedor, que comporta toda exhibición militar quedó debilitada: el que volaba con la bandera entre las piernas era, se supone, el mejor. Sería, pues, una buena noticia que el nivel de nuestras Fuerzas Armadas estuviera a la altura de una farola, con todos los respetos por el pobre Pozo: la constatación permitiría insistir en el elevado gasto que supone el mantenimiento de unos ejércitos muy regulares, gracias a dios, y reactivar el debate sobre las partidas de los presupuestos generales del Estado.

La reacción de Felipe de Borbón fue transparente y, por tanto, desfavorable para sus intereses: su gesto adusto y su porte impertérrito dieron la impresión, cuando el paraca se estrelló, de que le importara más el mito, que ese golpe le había chafado, que el estado del paracaidista, que en los primeros momentos no se sabía cuál era. Como cuando regañas a un niño por haberse caído. A mí de niña me regañaban porque se me torcían mucho los tobillos al andar, aunque con los años supe que esa torpeza se debía a tener los pies cavos, precisamente. La de Felipe de Borbón fue casi la misma cara que puso cuando otra bandera se arrugó en otro acto de esta naturaleza, una cara bastante parecida también a la de su lamentable discurso sobre Catalunya en octubre de 2017, discurso que ha hecho mucho menos por España que si hubiera mostrado entonces la empatía que tampoco dejó traslucir ante el compatriota colgado de la farola. Un compatriota que, además, venía haciendo acrobacias que podemos llamar de corte, pues iban dirigidas principalmente a rendirle honores a él. Al final, ya se sabe, la cara es el espejo del alma.

De hecho, Felipe apenas mostró después al cabo Pozo esa calidez que la humanidad ha de reservar hacia aquellas personas que, aun esforzándose, no logran satisfacer las expectativas, bien sea por accidente o porque cometen un error. La militar distancia que marcó Felipe de Borbón ante un soldado de su ejército que acababa de caer en desgracia, la frialdad marcial con la que le dio fugazmente la mano y le dirigió apenas unas palabras, trasciende el episodio y da cuenta de su propio error: solo aparentando una más familiar campechanía (que, por su propio bien, debiera haber heredado como ha heredado el trono) podría hoy la Corona resistir a un cuestionamiento que se ha eliminado de los sondeos y tocar la fibra sensible de una sociedad cada vez más lejana. Por el contrario, evidenciar esa severidad lo identifica con la dureza castrense con la que Vox se ha convertido en uno de sus principales valedores políticos, a través de unos portavoces que no pierden ocasión para insistir en su adhesión a esta monarquía.

Como mando supremo de las Fuerzas Armadas, Felipe encarnó el mundo macho que los ejércitos representan. Solo Letizia y las niñas aplaudieron sin pausa al colgado desde el palco de honor, como solo la ministra Margarita Robles le dio al final el abrazo que su rostro desencajado estaba pidiendo a gritos. Felipe aplaudía con cierta desgana y, por supuesto, no lo abrazó después. No se lo permite el protocolo, ni se lo permite el uniforme de gala, ni se lo permite él mismo (y, en lo que a sus intereses respecta, se equivoca). Es la cultura y la política que escenificaban los actos militares del Día de la Fiesta Nacional de España. La cultura y la política de la fuerza y de la imposición, en vez de las del abrazo y el diálogo. La cultura y la política que solo conciben que una bandera sea grande y libre si es una, una determinada. Menos mal que a veces la realidad se torna poética y brinda actos psicomágicos para desbloquear tanto trauma. Al menos, nos reímos.

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