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Los reyes del amor

Foto: EFE

Isaac Rosa

No nos dejan elegir al jefe del Estado, pero hay que ver cuánto se quieren los nuevos reyes. El sistema institucional está descompuesto hasta el último rincón y cada vez más voces piden un proceso constituyente, pero mira con qué naturalidad se cogen la mano, tortolitos. La semana que viene el juez volverá a imputar a la hermana del rey Felipe, mientras al abdicado hay que aforarlo con urgencia, pero fíjate cómo se miran, esa mano en la cintura, ese beso.

El rey besa a la reina. La reina besa al rey. La reina besa al rey abdicado. La reina abdicada besa al rey abdicado. Los reyes besan a sus hijas. Las nietas besan al rey abdicado. Ella le coge la mano. Él la toma por la cintura. Ella le pellizca cariñosa la cara. Se sonríen. Se acarician. Se abrazan. Se quieren. Mucho.

No digo que no se quieran sinceramente, y tampoco me importa. Y por supuesto, tienen todo el derecho del mundo para mostrar su afecto. Pero a mí me queda ya muy poquita inocencia. En un día como el de ayer, donde está todo planeado al milímetro: movimientos, gestos, palabras; ¿son de verdad naturales los repetidos gestos de cariño? ¿O son parte de la coreografía desplegada ayer para vendernos el producto “monarquía renovada”?

Viendo el uso que los medios más cortesanos han hecho de esas muestras de cariño, reproduciendo cada beso, repitiendo las caricias a cámara lenta y con música ñoña de fondo, destacando la graciosa espontaneidad de quienes sabían que en todo momento estaban siendo observados, grabados y fotografiados… Parece evidente que tanto amor es parte de la operación Felipe VI, que no empezó ayer, que viene ya de largo.

En realidad, lo único que puede ofrecernos el nuevo rey es eso: amor. La pretendida imagen de renovación, de nuevo tiempo, de rey del siglo XXI, no se sostiene con nada más. Puro humo. Marketing. El discurso de ayer fue más de lo mismo, sonó viejísimo. Podía haberlo leído el anterior monarca en cualquier mensaje navideño de los últimos diez años y no habríamos notado nada raro. En cuanto a las esperanzas de algunos monárquicos de que el rey sea un revulsivo para salir del pozo, son vanas, y durarán pocos días: tan pronto como despertemos del empalago y comprobemos que nada ha cambiado, solo la cara de los sellos. Y el amor.

La sobreactuación cariñosa es un intento claro de distanciarse de su erosionado antecesor, de que veamos al rey Felipe como todo lo contrario que el fallido rey Juan Carlos. Es sabido que entre el anterior rey y su mujer no hay afecto desde hace décadas, ni siquiera respeto. La insistencia estos días en aplaudir a la reina Sofía es una forma elegante de compadecer a la que aguantó en silencio las conocidas infidelidades de su marido. Frente a la frialdad de un matrimonio que en las próximas semanas anunciará su separación, el contraste de una pareja enamorada, que se mira con embeleso y se toca. En un solo día hemos visto más besos y caricias que en cuarenta años de Juan Carlos y Sofía.

Eso es lo único que puede ofrecernos por ahora: amor. Eso sí, amor del rey por la reina, más que por sus conciudadanos. El cariñoso y espontáneo rey fue incapaz de acercarse ayer a la gente que le esperaba en las aceras. No se atrevió a estrechar una sola mano que no estuviese acreditada en palacio, distanciado de su pueblo por miles de policías que de paso reprimían a quienes no acudieron para gritarle guapo. A quienes le aplaudían, los saludó desde un balcón palaciego lejano. El gesto de mayor cercanía que tuvo ayer hacia esos españoles de los que dice estar orgulloso, fue circular en descapotable en vez de a cubierto.

El rey del amor debería saber que la mejor muestra de cariño hacia los ciudadanos es un referéndum. Menos besos y más votar.

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