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No somos daneses

borgen

Lucrecia Hevia

“No somos daneses”, eso me decía hace apenas una semana un político andaluz (en esta ocasión, no viene al caso el signo político). Lo comentaba al hilo de la cacareada serie Borgen, la producción escandinava que se ha colado en el imaginario político y periodístico español para enseñarnos cómo es gobernar con un 20% de los votos. Una realidad, por otra parte, que se repite desde hace años en el norte de Europa sin mayores alharacas. Dos, tres, cuatro partidos se ponen de acuerdo para gobernar con más o menos éxitos. Porque de eso trata la política.

A pesar de que a muchos les parece que la serie muestra una política un poco “naif”, sorprende la manera en la que se sientan, llaman al pan pan, al vino vino, y rematan con rapidez  la reunión en cuestión (para bien o para mal), con acuerdo o sin él para buscar o no a sus aliados en otro sitio.

Y en eso, oigan, nosotros no somos daneses. La herencia mediterránea sale a la palestra para situarnos en nuestro escenario negociador. Que no es otro que el de, salvando las distancias, la compra de una tetera en el zoco con regateo ineludible. Uno ofrece “x” por la tetera, y el vendedor le pone un té y le cuenta, ya sentados, que tiene mucha familia que mantener. Otro té o café, a elegir, y el comprador le explica que sus ingresos también son muy bajos y que la tetera sería un regalo perfecto para su hija. El vendedor le ofrece otro artículo que le encantaría a su hija por mucho menos precio, porque la tetera vale mucho más. El comprador asegura que no hay nada más bonito que la tetera, porque vaya calidad que tiene este hombre en la tienda. Pero que lo que le pide es imposible.

Y así, café va, café viene, té arriba, té abajo, van acercando posturas. Al final, la conversación termina y, si verdaderamente quiere uno comprar la tetera y el otro vender, hay acuerdo. El comprador ha pagado un precio que le parece razonable y se lleva la tetera que quería a casa. El vendedor ha ganado dinero, porque si no nunca hubiera vendido la tetera.

No somos daneses porque nuestro proceso es mucho más largo. Hay dramatización, exageración, teatro. Hay mucha más vehemencia, mucho más desgaste. Pero no por extenso el final puede dejar de ser tan feliz como el de los nórdicos. Es más laborioso, lleva tiempo, pero tiene alguna ventaja. La empatía. Un proceso como el mediterráneo exige ponerse, más a menudo, en los zapatos del de enfrente. Y el tiempo pasado juntos, aunque sea discutiendo, agudiza el conocimiento del adversario (político en este caso) y la cercanía.

Ahora sólo queda que los que se sientan en ese zoco imaginario tengan ánimo de comprar y vender. De ceder y de buscar un acuerdo satisfactorio para ambos (y para los ciudadanos, que esa es la cuestión). Y no pongan condiciones inasumibles para los que se sientan enfrente, que impliquen retorcer el brazo de alguno de los partidos que negocia. Que hablen de espacios de encuentro, y no de líneas rojas (aunque todos las tengan, por supuesto). Hablar de vivienda es mejor punto de partida que hablar de una condición concreta. Hablar de cómo reformar el estado territorial es mejor arranque que plantear un referéndum sí o sí. Hablar de educación, de sanidad, de financiación, de pobreza. Y buscar los puntos en común.  Hay que buscar puntos de partida donde haya margen para ceder sin perderlo todo. Ninguno de los actores de un potencial acuerdo. Si de verdad todos están por la labor de la gobernabilidad trazarán sus límites pero no levantarán muros inasumibles por otros. Plantearán salidas posibles. Porque de eso trata la política.

Si hay ánimo por llegar a un acuerdo (uno de los mucho que tendrá que haber en esta legislatura), se llegará. Si hay voluntad de ceder, se cederá. Y no somos daneses. Pero no necesitamos serlo. En la cultura mediterránea también se cierran tratos aunque el asunto lleve más tiempo, y la negociación sea muy dura.

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