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El camelo del 1% y el 99%

99%

Joseba Zalakain

Desde posiciones progresistas y de izquierda, se tiende a hablar del creciente abismo entre ricos y pobres y se culpa del incremento de la desigualdad a la cada vez mayor concentración de renta y patrimonio en un segmento muy reducido de la población, el famoso 1%. En ese relato, el resto de la población –y muy particularmente las clases medias− estarían sometidas a un proceso general de empobrecimiento y recorte de derechos, y a una creciente presión fiscal. Todo para pagar unos desmanes de los que nunca se beneficiaron. Sin ser del todo falso, este relato no refleja el impacto real de la crisis, oculta la verdadera estructura de la desigualdad en España e impide acometer las reformas sociales y económicas necesarias para la reducción de la desigualdad.

Seis años después de iniciada la crisis, cada vez hay más datos que apuntan a su desigual impacto. Y no han sido, comparativamente, las clases medias quienes más la han sufrido, sino los que ya antes de su explosión estaban instalados en la precariedad, los perdedores en tiempos de bonanza, a los que se refería Sebastiá Sarasa: inmigrantes, jóvenes, familias con hijos pequeños, trabajadores/as con contrato temporal, etc.

Los datos son tozudos: de acuerdo a la Encuesta de Condiciones de Vida del INE, la tasa de riesgo de pobreza y exclusión (tasa AROPE) de la población autóctona ha pasado del 21% en 2007 al 25% en 2012. Entre la población extranjera ha pasado del 32% al 53%. Si antes de la crisis era casi un 50% más alta ahora la multiplica por dos. También de acuerdo a la ECV, el porcentaje de hogares con cuatro o más carencias materiales ha pasado para el 30% más pobre de la población del 11% al 17%. En el caso de las clases medias –las personas que se sitúan en las decilas 4 a 7− el porcentaje ha pasado del 4,1% a 4,3%.

Si en todos los países, de acuerdo a la OCDE, los pobres han padecido la crisis en mayor medida que el resto de la población (clases medias incluidas), España es el país en el que los pobres han sufrido más (su renta cae un 15% al año entre 2007 y 2010, frente a poco más del 2,5% para el conjunto de la población). En ningún país de la OCDE el impacto de la crisis ha sido tan desigual. De hecho, como ha explicado Fernández-Albertos, la desigualdad en España no se explica porque los ricos sean cada vez más ricos, sino porque los pobres son cada vez más pobres: no se escapan los ricos, dejamos atrás a los pobres.

Si hay un ámbito de las políticas públicas en el que este discurso complaciente se ha impuesto con claridad es el relativo a la política fiscal. Aceptada la necesidad de equiparar nuestro nivel de tributación con el de los demás países de la UE15, y asumida la idea de que las clases medias asalariadas soportan el mayor peso recaudatorio, todas las recetas pasan por que paguen más quienes más tienen. Es sin duda una buena idea, pero la escasa tributación de las grandes fortunas no es el único agujero de nuestro sistema fiscal: también debería preocuparnos que las clases medias españolas paguen en impuestos y cotizaciones un porcentaje de sus ingresos brutos muy inferior al que pagan las familias del mismo nivel de renta de otros países. Como se ve en el gráfico, una familia española de ingreso medio (100% del salario medio un cónyuge, 67% el otro) paga en IRPF y Seguridad Social el 18% de su renta bruta inicial, frente a porcentajes que superan el 25% en la mayor parte de los países de Europa occidental.

Tampoco se insiste lo suficiente en el impacto diferencial de la presión fiscal sobre la población pobre en relación al resto de la población: de acuerdo al estudio realizado por Onrubia y Rodado para Intermón Oxfam, la presión fiscal efectiva a la que está sujeta, en 2011, la decila más pobre alcanza el 35% de su renta (sumando IVA, IRPF, impuestos especiales y cotizaciones sociales), mientras que en las demás decilas la presión fiscal oscila entre el 19% de la segunda y el 29% de la última. El IRPF de la quinta decila implica una presión fiscal del 7%, frente al 14% en el caso de la población más pobre y el 17% en el caso de la más rica.

Del mismo modo, al explicar los recortes en las políticas sociales –por ejemplo en el ámbito de la dependencia− pocas veces se alude al pecado original del sistema de atención a las personas dependientes: la mayor parte de los países de nuestro entorno (Francia y Alemania, por ejemplo) crearon cotizaciones específicas para financiar este derecho, sufragadas por los trabajadores y los empresarios. En España no se consideró necesario explicar a la población de que los derechos sociales tienen un coste, y que todos debemos contribuir a su financiación. Por dinero será.

Esta reducida presión fiscal se traduce, entre otros aspectos, en la práctica inexistencia de prestaciones económicas para las personas sin recursos o para las familias con hijos/as, lo que perjudica especialmente a los grupos de menos renta y constituye la principal anomalía del sistema de protección español en relación a los del resto de Europa. No es por tanto de extrañar que el sistema de impuestos y prestaciones españoles esté entre los que menos reducen la pobreza en Europa y sea uno de los más regresivos. Son datos de la OCDE.

Por resumir, no se puede negar que las clases medias han sufrido el impacto de la crisis, en términos de reducción de su capacidad adquisitiva, que sus seguridades vitales se han visto erosionadas y que sectores de esas clases medias hayan caído en la pobreza. Pero es también obvio que se ha instalado en la opinión pública un discurso sesgado, acomodado y complaciente, que evita señalar las causas reales de la desigualdad en España, tal y como apunta Roger Senserrich: un mercado de trabajo profundamente dual, con diferencias siderales en términos de salario y de protección frente al despido, en el que el ajuste se realiza prescindiendo del empleo temporal y precario. En ese marco, la destrucción de empleo castiga especialmente a colectivos vulnerables, outsiders, precarizados ya antes de la crisis, y no a toda la población asalariada por igual. Todavía hay clases.

A ello se le suma un sistema de protección social de honda raíz católica, que no protege de los nuevos riesgos sociales, ajeno al discurso de la inversión social, regresivo y muy dependiente de apoyos corporativistas. Y, como se ha dicho, una presión fiscal que se sitúa entre las más bajas de Europa, muy dependiente además de los ingresos tributarios que se derivaban de la burbuja inmobiliaria, con niveles muy elevados de fraude y poco progresivo. Sin olvidar una apuesta generalizada, no siempre impuesta por las élites, por un modelo productivo low cost (bajos salarios, crédito barato, poco valor añadido).

Frente al relato de la Troika, se ha impuesto entre nosotros un relato alternativo no exento de riesgos. Un relato complaciente, que no cuestiona actitudes y comportamiento de amplias capas de la sociedad y se limita a echar balones fuera (“que pague más quien más tiene”). Un discurso que plantea dicotomías falsas (abajo ≠ arriba; ricos ≠ pobres; élite ≠ ciudadanía; casta ≠ pueblo), frente a dicotomías más reales (dentro ≠ fuera; protegidos ≠ precarios; excluidos ≠ incluidos; derecha ≠ izquierda). Sin duda, ese discurso alternativo permite visibilizar ciertas desigualdades e injusticias, pero oculta otras, quizá más graves. En última instancia, se trata de un discurso conservador y populista, que erosiona lo público y contribuye a debilitar el pacto sobre el que se asienta el Estado de Bienestar. Pero ya se sabe que, como dice Ovejero Lucas, no se ganan elecciones, ni se hacen amigos, “recordando verdades amargas y retos fatigosos, enfrentando a los ciudadanos con dificultades hondas, sobre todo, si para resolverlas exigen cambios en sus comportamientos o en sus creencias”.

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