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“Hasta el coronavirus no había tenido que pedir ayuda”: familias vulnerables sobreviven como pueden a la pandemia

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Javier Ramajo

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Enredados en rebrotes y posibles confinamientos, quizás siga pasando más desapercibido que miles de familias en España siguen pasándolo muy mal durante una pandemia que les ha terminado de golpear su complicada cotidianeidad. Libres de virus pero ahogados por la economía diaria, el encierro obligado y sus consecuencias no ha sido para todos igual. Ni mucho menos. Rocío Pichardo, de 40 años, nos recibe en su humildísimo piso de Tres Barrios (Los Pajaritos, La Candelaria y Madre de Dios), en Sevilla, por el que paga nada menos que 400 euros en la segunda demarcación con menor renta de todo el país. Los malabares que tiene que hacer para que los 500 euros que cobra por cuidar a una pareja de octogenarios de la Gran Plaza le alcancen son dignos de circo. Lleva tres años esperando un piso de la empresa municipal de vivienda, lamenta, preocupada únicamente por darle “un techo” a su gente y denunciando que es “muy difícil” encontrar una casa que se ajuste a sus ingresos.

La lavadora suena de fondo mientras el calor aprieta fuera. El optimismo y la sonrisa de Rocío parecen naturales, pero la realidad es que es un buen día: su marido, aquejado desde hace tiempo de una dolencia en un pie, ha empezado hoy a trabajar en el bar de la esquina, soportando como puede el dolor de trabajar lejos de una agradecida silla. “Llevamos una racha malísima de dos años después de sufrir un desahucio”. Una alopecia areata, unas pastillas antidepresivas (de las que se ha ido quitando pero que “por algún lado andan”) y los difíciles trece años de su hija acompañan las complicaciones propias de una familia vulnerable en riesgo de exclusión social, una de las beneficiarias del programa A tu lado de Save the Children Andalucía, apoyado por la Fundación Endesa, a través del cual están recibiendo apoyo educativo, económico y psicosocial.

El confinamiento, que ha sido “muy duro” para su pareja y su hija, no fue tal para Rocío, que ha podido mantener su rutina de acudir a casa de sus “jefes”, como les llama. “Si yo no les hacía de comer, no comían. Son muy buenos conmigo y este trabajo no lo puedo perder”. A la vuelta, “un trozo de bocadillo” en el autobús. “Yo hago lo que sea para sacar a mi familia adelante...menos robar”, dice. “No me puedo permitir el lujo de no trabajar”, sentencia, por lo que decidió “arriesgar” su salud, la de los suyos y la de sus “jefes” y seguir yendo a esa casa.

Las ayudas que vienen recibiendo, también de la Hermandad del Rocío Sevilla Sur, le dan para sobrevivir. “Toda ayuda es poca”, sin olvidar la de su asistenta social, a la que se queda con las ganas de abrazar cada vez que se cita con ella. Internet dejó de ser una opción para esta familia con la llegada de la pandemia, con la consiguiente imposibilidad para las clases online. Su hija se quejaba de la “presión” para terminar el curso, finalmente aliviada por otra ayuda en forma de tablet y, definitivamente, con unas deseadas vacaciones en las que ya su hija puede salir a la calle, como acaba de hacer con unas amigas, en esa suerte de nueva normalidad de la que habla la clase política.

Con un ojo en el futuro “trabajando en lo que haga falta” (“y con mi hija relatando”, bromea), comenta que ha tenido que atravesar la ciudad, hasta el distrito Triana, para pedir un certificado de empadronamiento colectivo con el que cumplimentar su solicitud para el ingreso mínimo vital porque no le daban cita en ninguna oficina. Comenta que cobró en su momento la renta mínima de inserción de la Junta. “Yo lo he echado todo, hijo”, confiesa mientras sigue tratando de salir adelante junto a su familia. El “techo” le obsesiona. “No quiero pasar por otro desahucio”. Del confinamiento se queda con el cumpleaños de su hija y una pancarta en la ventana para que todos sus vecinos la felicitaran cuando, como cada día esperaba su marido, salieran a aplaudir para ir dando por terminado otro día más.

“Ahora todo es más difícil”

Su sueño es montar en Sevilla una pastelería árabe. Hakima Fahmi, de 32 años, lleva trece en España tras llegar desde Marruecos. Hasta ahora ha trabajado de todo y, confiesa, “no había tenido que pedir ninguna ayuda” hasta que llegó el coronavirus. Familia monoparental, con hijos de 6 y 12 años, de padres diferentes, y dando cobijo a una amiga de su tierra natal, Hakima está preocupada porque tiene caducado su permiso de residencia y en la Oficina de Extranjería no le atienden. Trabajaba por horas como encargada de la lavandería de unos apartamentos turísticos. Justo antes de la pandemia le ofrecieron un buen trabajo, de nueve meses, a razón de 1.200 euros. “Pero todo se paró”, lamenta. Habla varios idiomas. Huelva, Órgiva (Granada) y Sevilla han sido sus destinos desde que llegó a España, y vivió en una casa de acogida de Fundación Cepaim antes de quedarse en su actual piso, en la zona Norte de la capital, también humilde.

“¿Quieres un vaso de agua?”, pregunta educadamente su hijo mayor, consciente de la acalorada y extraña llegada visitante, y ocultando sus dotes culinarios que más tarde ofrecerá y que, sin duda, ha heredado de su madre. Pasada la dureza del confinamiento más estricto, en la que colaboró con una cercana tienda de alimentación elaborando pan por 20 euros al día durante el ramadán, Hakima señala que en estos meses ha llamado a “todos los números que me han dado” para recibir alguna ayuda social pero “nadie contesta”. “Te dicen que te van a llamar pero sé que ya hay personas esperando. Conozco casos de gente que no lo necesita”, denuncia. Sin ERTE, sin paro, con la residencia caducada, se ha visto en una nueva situación, ya de por sí difícil.

Aunque reconoce que ya su vida está en Sevilla y que se siente “extranjera en Marruecos”, de momento no puede desplazarse a su país para ver a su familia porque necesita la autorización del padre de uno de sus hijos para expedirle el pasaporte. El chico, mientras, se muestra encantado de poder participar en las colonias urbanas de la mano de Save the Children tras recibir refuerzo educativo online durante las semanas más duras del confinamiento. “Prefiero ir al colegio”, apunta en todo caso. Hakima señala que tiene que “hacer de madre y de padre”, con lo que la perseguida conciliación se le complica. “He estado 13 años en España sin pedir ayuda, trabajando, pero ahora es todo más difícil”, explica.

Confiada en que ese sueño de poder vivir de su propio negocio se cumpla algún día, Hakima, como Rocío, se echa a las espaldas a su familia para poder sobrevivir a la pandemia y a sus terribles consecuencias vitales para miles de familias con menores a cargo. Para Save the Children, la pobreza infantil severa en Andalucía podría llegar al 22% en 2020 debido a la crisis económica por la COVID-19 (nueve puntos más que en la actualidad), lo que demostraría que los niños y niñas andaluces serían los principales afectados de la pandemia. A pesar de que el empleo crezca un 5% en 2021, y la tasa de paro baje hasta el 23,7%, como indican las previsiones económicas, las tasas de pobreza infantil en Andalucía no se recuperarían. Como ya ocurrió en la crisis del 2008, el riesgo de que los niños y niñas de caigan en la pobreza no se reduce porque la economía mejore. Mientras, las economías familiares de Rocío y Hakima tratan de aguantar el tirón.

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