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Equivalencias y equidistancias

Cuando empezó la reconstrucción alemana, nadie recordaba haber votado o aplaudido a Hitler.
16 de mayo de 2021 19:53 h

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Escribía Manuel Vicent en El País recientemente y reflexionaba sobre la equidistancia y la vida cotidiana. Tenía razón, uno no sabe si su panadero es de extrema derecha, si el fontanero es rojo, si el cura es del PP, si el camarero que nos sirve la caña o la cena es de extrema izquierda o un nazi, unos son creyentes, otros ateos o lo que sea. Y así convivimos, sin preguntarnos lo que somos.

Esto viene de antiguo. En la Sevilla del siglo XII, algo así como un juez, en todo caso, una alta autoridad de los tiempos de gobierno musulmán, publicaba el Tratado de Ibn Abdun, que así lo conocemos hoy.

En aquel Tratado, una especie de ordenanza o regla de comportamiento ciudadano, se prohibía a los musulmanes dar masajes a cristianos y judíos, atender sus caballerías, se prohibía a los barqueros transportar a los menos creyentes a Triana a beber vino o a traer vino de Triana. También, entre otras cosas, se prohibía tañer las campanas de las iglesias y a las mujeres musulmanas se les impedía acudir a las iglesias solas, por el temor a los curas que se suponían célibes pero sin perder la afición. A estos se les pedía que se casaran.

Por supuesto que ni los barqueros, ni los taberneros trianeros, las mujeres, los curas, los masajistas se preguntaban quiénes eran los otros o se hacían los locos. Vendían y bebían vino, daban masajes y los recibían, los barqueros hacían su agosto sin meterse en líos, los curas hacían lo que podían y así se pasaba la vida.

Se convivía. Luego llegaron los cristianos. Aun así, los reyes cristianos tenían a cargo de su tesoro a almorajifes judíos; con ellos, los mejores, se hacían ricos y los almojarifes, de camino, también. A veces les costaba el pescuezo. También tenían a su servicio a los mejores alarifes mudéjares para construir sus palacios y los de los cristianos ricos e iglesias para los curas. Para nada valía la condición de judío o musulmán.

Ya nadie conocía a nadie, ni a su panadero ni a su tabernero, ni al médico, ni al masajista, la convivencia que traía equivalencia se transformó en equidistancia. Las víctimas se quedaron solas

Hasta que un día todo se truncó. El Arcediano de Écija comenzó el Pogromo de Sevilla de 1391 –se extendió–, que costó la vida a miles de sevillanos judíos con la complicidad o, al menos, inacción del resto de la población. Luego vinieron las expulsiones: primero de judíos, luego de moriscos y la temida Inquisición. Y ya nadie conocía a nadie, ni a su panadero ni a su tabernero, ni al médico, ni al masajista, la convivencia que traía equivalencia se transformó en equidistancia. Las víctimas se quedaron solas.

En la noche de los Cristales Rotos, los alemanes tampoco apenas notaron nada. Era pronto, decían luego. Los judíos que durante siglos habían pasado inadvertidos por su integración pasaron a ser muy visibles, la equidistancia también y la convivencia se transformó en odio.

De los Cristales Rotos, las tiendas, negocios y librerías asaltadas y las dignidades rotas, con convivientes equidistantes, se pasó a los campos de exterminio. Aquellos vecinos, panaderos, fontaneros, médicos, cirujanos, libreros, barqueros, masajistas, curas o rabinos pasaron de no ser conocidos ni notados a visualizarse, señalados, estigmatizados, exterminados.

Cuando empezó la reconstrucción alemana y muchos de los acomodados del régimen nazi ya habían huido o se habían disfrazado de equivalentes, los alemanes que se quedaron perdieron la memoria

Cuando terminó la II Guerra Mundial y los aliados llegaron al primer campo de exterminio, las autoridades militares aliadas se empeñaron en que aquel horror fuera fotografiado, grabado. Sabían, como ocurrió, que después de la equidistancia venía el negacionismo. Gracias a ello, hoy conocemos la maldad nazi. Además de las fotos y películas, los americanos hicieron desfilar a los vecinos alemanes de los pueblos cercanos ante los montones de cadáveres y los pocos que quedaron vivos, respirando aún el fétido olor de la muerte chamuscada o gaseada.

Cuando empezó la reconstrucción alemana y muchos de los acomodados del régimen nazi ya habían huido o se habían disfrazado de equivalentes, los alemanes que se quedaron perdieron la memoria. Nadie recordaba haber votado a Adolf Hitler en aquellas elecciones que ganó en 1933 ni de haberlo aplaudido en sus desfiles y mítines patrióticos. Nadie recordaba haber tenido un vecino judío, gitano, homosexual, tullido o combatiente demócrata exterminado. En aquellos tiempos, la equidistancia y equivalencia se pudo visualizar como lo que fue, una auténtica cobardía.

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