Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar
Todo por no estar distraídos
Una vez fui joven y me enamoré de un hombre bueno. Yo era joven, una anciana. El hombre bueno escanciaba la mirada sobre mi cuerpo. Despertaba en las mañanas oliendo a música y cantando como un pan de espelta, salvaje como el trigo salvaje de ese pan energético que aporta menos calorías. Me hacía, a veces, un café bien cargado. Lo urdía a escondidas, recreándose en el ademán de preparar los hilos para el telar que quizás un día trenzaríamos, pero sin que se notara el gesto. Para mí era importante que el hombre obrara sin aspavientos. Y que no todo tuviera nombre. Que fuera el nuestro un telar desprevenido, que no perdiera las hilachas por el uso.
Regresaba a la cama y decía: “Morenita, hay café recién hecho”. Y digo bien: él decía Hay, no Tienes; no Te he hecho; no Te he preparado, como si la bienvenida a un nuevo día apareciera por voluntad propia y el café fuera una entidad preexistente. Porque el hombre bueno sabía que yo no era nada hasta inundar mi cuerpo de un torrente de cafeína y él me deseaba siendo un todo. Antes de aquello, al amanecer, yo trepaba la axila del hombre bueno y lo indagaba desde abajo, distraída, mientras él se escoraba hacia mi cuerpo con un Buenos días antes de escuchar mis quejas: “Ay, muero de sueño”.
Yo era joven, una anciana, el cansancio me mataba.
Una vez me enamoré de un hombre bueno. Lo recuerdo como una polaroid suave, húmeda y resbaladiza. Poco nítida. Una polaroid apenas revelada que merecía un lugar fresco y que adquirió sus colores más brillantes con los años, cuando ya no éramos los mismos. Yo era joven y pensaba que tenía tiempo. Yo era joven y me comportaba como una foto digital almacenada en cualquier otra memoria, un fogonazo de furia, de deseo, de atrevimiento. Me habían dicho que los hombres buenos eran tediosos en lugar de alegres; que eran aquellos que sostenían la trama, pero que no la incendiaban. Y yo los creí. Y por eso ansiaba prender fuego en los colores o ser la llama misma, vayan ustedes a saber. Lo cierto es que quemé la polaroid y al hombre bueno. Lo quemé todo.
Un día, antes de aquello, el hombre bueno me dijo: “Escribe. Te quiero libre”.
Y yo escribí. Y publiqué mi primer libro. Y mi segundo. Y mi tercero. Y fui libre. Y en las raíces de las palabras brotó como una plaga la sensación indómita de estar perdiéndome algo ahí afuera. Y el afuera fue dentro. Y el dentro, un abismo concentrado en la pérdida futura, en la consciencia aterradora de la posibilidad muriendo, en el ánimo de ponerle nombre a nuestro baile despojándolo de vida.
Recordé aquel texto de Clarice Lispector que me hace temblar como el amante que tiembla contigo, como amasar el pan de espelta, como los muertos. Cada vez que lo leo: «Él buscaba y no veía, ella no veía que él no había visto que ella estaba allí. Sin embargo todo fue un error, y había la gran polvareda de las calles, y cuanto más se equivocaban, más querían con aspereza, sin una sonrisa».
Fui libre. Conocí hombres que me leyeron relatos en la misma almohada donde descansaban mis sueños. Que deletreaban en silencio mi nombre arrastrando las sílabas– borrachos, despacio, dibujándome con sus palabras– mientras modelaban mi cuerpo con apenas un aliento.
Otros me susurraron al oído un viento lozano, mientras plegaban las tablas de mi falda arrugada sumergiendo la mano que naufragaría fiera y hambrienta. Esos mismos dedos que desvirgaron mis ilusiones construidas con hilos de seda con las que tejí la malla que –creía yo– amortiguaría caídas venideras.
Porque también encontré hombres que me empujaron al vacío. Sin un titubeo. Con una sonrisa. Hombres que nunca se fueron porque jamás estuvieron. Aunque regresen de tanto en tanto. Dejándome flores una vez al año.
Acaricié locuras de hombres cuerdos por las que perdí el juicio. Y existencias que quise convertir en demencias. Soñé hombres con mirada de lunes y lengua de sábado noche.
Pasaron los años. Ya no era tan joven. Yo tenía la polaroid del tipo bueno prendida en la puerta del frigorífico por un imán que me regaló uno de aquellos otros hombres en uno de aquellos otros viajes.
Era jueves y la víspera de uno de los puentes más tórridos que ha vivido nuestro país. Era jueves y me fui a las fiestas de La Bella en Lepe para escuchar al G-5. No a Brasil, China, India, México y Sudáfrica, no, sino a Kiko Veneno, Muchachito, Tomasito, El Canijo de Jerez y Diego Ratón. Y allí, en una porción de cielo donde el césped no crecía, me encontré de nuevo con el hombre bueno. Me miró con otros ojos y me habló con un silencio nuevo.
Cantamos juntos Badajoz, Sancti Petri Boulevard y El porro. Yo tenía un chicle en el zapato, como cantaba Kiko Veneno. Cargué con un chicle en el zapato varios años y quizás por eso mis pasos fueron a menudo lentas alternativas. Nos miramos. Con el corazón hecho rebanadas de pan de espelta. Se acuclilló, me cogió la sandalia y ojeó el chicle. No lo frotó. “Hubiera bastado con descalzarte y caminar”, dijo el hombre bueno. “Pero yo te quería libre”, me repitió. Recordé de nuevo el texto de Lispector que continuaba: «Aprendieron entonces que, si no se está distraído, el teléfono no suena, y que es necesario salir de casa para que la carta llegue, y que cuando el teléfono finalmente suena, el desierto de la espera ya ha cortado los hilos. Todo, por no estar más distraídos».
Creo que en mi casa sonó el teléfono. Y llegó una carta. Allí me esperaba el libro de cuentos de Lara Moreno Ningún amor está vivo en el recuerdo. Pero yo no quería volver. Andábamos desconociéndonos, distraídos, ya sin nostalgia ni morriña, distraídos, manteniéndonos en la danza, en lo no vigilado, sin decir ninguno de los dos que la plenitud se pierde en el momento en que se quiere asegurada. Ni tampoco que, al fin y al cabo, poco importa si bailamos con un chicle pegado a la suela del zapato. Lo que importa es bailar, sentir el cuerpo vibrando dentro de otro cuerpo, siempre y cuando miremos donde nadie mira, siempre y cuando aniquilemos nuestra propia mugre, siempre y cuando caminemos hacia ese otro lugar que permita la llegada del amor inesperado, aunque en ese instante no lo notemos, de distraídos que estemos.
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