La vida breve de “General Franco” en el Arrabal
En la panza que forma en su descenso la calle Sixto Celorrio, a la entrada del puente de Piedra por el lado del Arrabal, un grupo de obreros se afanan en una trinchera que muestra de par en par sus entrañas de hormigón; es verano y la vecindad de las elecciones acelera las reformas urbanas. Observo el trajín en el fondo de la zanja y pienso en la biografía de las calles.
Callejero y memoria
Se lamentaba el escritor madrileño Corpus Bargas del error de poner a las calles nombres de personas, pues éstas pierden su personalidad y toman la del asfaltado. ¿Quién fue en verdad Fleta antes de su metamorfosis en avenida de tenor? De resultas, la pretensión de memoria se convierte en su contrario, una suerte de cosificación de callejero. Hagan la prueba, busquen ustedes en Internet “Sixto Celorrio” y cuenten el número de ofertas inmobiliarias.
Antes de confluir en la calle Valle de Oza, el trazado actual de Sixto Celorrio deja a su derecha el Rabal antiguo y bordea a la izquierda buena parte del parque del Tío Jorge. Antaño, este tramo recibía el nombre de calle del Camino de Juslibol que continuaba con la sencilla denominación de “camino de Juslibol” hasta dicho barrio rural. En su recorrido, huertas, lavaderos, tremedales, torres y pequeños talleres jalonaban un paisaje que ponía puntos suspensivos a la urbe.
La vinculación entre Zaragoza y Juslibol, así como la rica zona agrícola entre ambas, se remonta a la toma de Zaragoza en el siglo XII. Dominios y privilegios sobre estas tierras les fueron otorgados a la Iglesia y sus ministros, hasta el punto de que los arzobispos de Zaragoza comenzaron a recibir el título de “Sacristán de Juslibol”. La crónica que voy a contarles sucede durante el arzobispado de Rigoberto Doménech, aquel que santificó el golpe militar de 1936 como “cruzada religiosa”.
Franco inaugura su calle
La tarde del ocho de mayo de 1929, la plana mayor de las autoridades civiles y militares de Zaragoza se dio cita en el número dos de la calle Camino de Juslibol. El alcalde, Allué Salvador, un buen número de concejales, el capitán general de la región, el gobernador civil y una representación de oficiales acudieron al “simpático y castizo barrio de abolengo patriótico”, según las crónicas de la época, para homenajear al “bizarro general Franco”, entonces director de la Academia General Militar. No faltó el acompañamiento de la banda de música de dicha institución.
Enmudecido el último acorde, comenzaron los discursos. El alcalde destacó el acto “típicamente zaragozano” de aquel homenaje por su “identificación sincera y completa del ejército y el pueblo”. El pequeño general le dio la réplica recordando que “en Zaragoza está la cuna del patriotismo”, “ejemplo universal del deber y la disciplina de un pueblo que sabe sentir el amor patriótico y su libertad.” Tras las arengas, llegó el momento de descubrir la placa que ubicaría por primera vez el nombre del general Franco en el callejero zaragozano, sustituyendo al de calle del Camino de Juslibol.
La farmacia de Rojas
Testimonio del momento de la inauguración es una curiosa fotografía publicada por el diario “El Noticiero” en la que puede verse al gallego general en una actitud que parece más bien promocionar un “jarabe tónico”. Y es que la esquina que sirvió para fijar el rótulo con el nuevo nombre de la calle pertenecía a la farmacia de Blas Sánchez de Rojas, en aquel momento regentada por su viuda.
Existe una pintura de principios del siglo XX, realizada por el navarro Leopoldo Albesa, que nos ofrece una panorámica del escenario a que nos estamos refiriendo. En el centro del cuadro destaca la botica de Rojas, la cual fue también objeto de trato literario. En sus memorias, tituladas “Mi gente y mi tiempo”, el rabalero, catedrático de literatura y escritor José María Castro Calvo evoca con trazos impresionistas la farmacia y su magnífica ubicación:
“Era la época de las grandes tertulias. Al caer la tarde, en aquel barrio de Zaragoza, era tributo obligado recalar en la puerta de la farmacia, situada en la `bajadica´ del Puente de Piedra. Tenía una situación envidiable. Desde la puerta se divisaba todo el cuadro luminoso y sereno del Ebro, en aquella parte en que fluye tranquilo, hasta el extremo de que parece una lámina de plata, donde se refleja la inmensa mole del Pilar. El paisaje no puede ser más grato; el río lo llena con su cauce; a sus lados, una arboleda de chopos, acacias y abedules, forma un parque natural, de variantes colores”.
Entre otros tertulianos, Castro Calvo recuerda que a “aquellos corros en el pretil del puente” acudía Luis Gracia Martínez, “obrero manual”, pero “curioso de afanes literarios”, figura a la que ya dedicamos en su día una artículo en esta serie: “Luis Martínez Gracia, obrero, republicano y feminista”.
Pero regresemos de nuevo a nuestros ilustres protagonistas y pulsemos el `play´ para seguir nuestra historia.
Ya llega la despedida
La banda de música retoma con brío su fanfarria y, cual charanga de barrio, acompaña a la comitiva de autoridades, curiosos y chiquillería que desciende por la calle rebautizada como del general Franco; gira hacia la calle del Rosario y toma la de Jorge Ibort, acicaladas con “gallardetes y otros adornos”, para enfilar la calle de Sobrarbe hasta las escuelas, junto al convento de Altabás. Allí concluiría tan festiva jornada con un “lunch” y unas coplillas recitadas por don Gregorio García Arista quien, antes de convertirse en calle perpendicular a Sixto Celorrio, fue un conocido escritor de la época muy vinculado al barrio del Arrabal.
La prensa reproduce las notas baturras de García Arista que comienzan así:
“Triunfó Franco allá, en Marruecos,
como bravo militar.
Después triunfó en Zaragoza,
cual César, no más llegar…“
No imaginaba don Gregorio lo premonitorio de sus versos cuando siete años después Zaragoza se convirtiera en una de las primeras ciudades en caer a manos de los generales traidores a la República; y el Rabal, como otros barrios obreros de la ciudad, en epicentro de represión.
La calle del general Franco en el Arrabal tuvo efímera existencia. El viernes 25 de septiembre de 1931, el ayuntamiento de Zaragoza aprobó el dictamen para su cambio de denominación a la actual de “Sixto Celorrio”, tras barajar la de “Blasón Aragonés”. Más duración tendría la que, tras el golpe militar, el “generalísimo” disfrutaría, ya con dignidad de avenida, en lo que hoy es Conde Aranda.
Hay nombres en la historia a los que ni siquiera ha de darse la ocasión de banalizar.
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