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La crisis socava el fanatismo neoliberal

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, conversa con el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, durante una sesión en el Congreso de los Diputados

Adolf Beltran

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“Ahora el PP se ha puesto al frente de la paguita bolivariana”, soltó la portavoz de Vox en la Asamblea de Madrid, Rocío Monasterio, en Los Desayunos de TVE. Se refería despectivamente al ingreso mínimo vital que el Congreso de los Diputados aprobó sin votos en contra, tampoco de la formación de extrema derecha, que se abstuvo vergonzantemente pese a sus diatribas contra la medida.

En efecto, el PP se sumó a la aprobación del ingreso mínimo vital, pese a que lo había denostado reiteradamente con una serie de tópicos del argumentario neoliberal que parten de la idea de que las ayudas sociales incentivan la pobreza en lugar de combatirla porque los pobres lo son por su culpa. De ahí proceden todas las reticencias, por ejemplo, sobre la posibilidad de fraude en su percepción (como si solo pudieran hacer trampa los pobres y no los ricos, los empresarios y los banqueros), sobre la necesidad de condicionar a la búsqueda de empleo el apoyo económico a los vulnerables (como si por principio los parados lo fueran porque no quieren trabajar) o sobre la imposibilidad de financiarlo (“El Estado y Europa no son una caja infinita”, dijo la portavoz popular en el Congreso, Cayetana Álvarez de Toledo, que al mismo tiempo es una ferviente defensora de bajar impuestos).

Es verdad que algunas comunidades autónomas gobernadas por la derecha española han implantado rentas para familias en peligro de exclusión en sus políticas sociales, pero nunca las han establecido, en el camino que ahora encara el ingreso mínimo vital, como un derecho subjetivo y universal de todos los ciudadanos. Dicho de otra manera, eran medidas que alcanzaban hasta donde alcanzara su dotación presupuestaria, pero no generaban un derecho. Esta última idea es completamente contraria a la doctrina del neoliberalismo, cuyos teóricos sostienen que “todos los que viven a expensas de los demás son unos irresponsables”.

En el documental que Richard Brouillette dirigió en 2008 con el título El cercamiento: la democracia presa del neoliberalismo, además de intelectuales de la izquierda mundial, aparecen teóricos de la derecha que exponen los argumentos de lo que la izquierda bautizó como el “pensamiento único”, la doctrina de base que ha condicionado las políticas en el mundo desde finales del siglo XX. Y entre apelaciones al Estado mínimo, la libertad de los mercados, la concurrencia privada en la producción de servicios públicos o la crítica del “monopolio estatal de la salud y la educación”, Jean-Luc Migué, del Fraser Institute canadiense, suelta que “la distribución de la riqueza no tiene fundamentos morales, la única justicia social es el respeto a los derechos de propiedad”.

Ese propietarismo llega al extremo en personajes como el “libertario” Martin Masse, que afirma en el documental que la forma de acabar con la contaminación de las aguas es la privatización de los ríos. Masse sostuvo durante la Gran Recesión que se inició en 2008 que las denominadas políticas de austeridad aplicadas con tanto dolor a países como Grecia, España o Portugal no habían resultado efectivas porque no redujeron bastante el tamaño de los gobiernos.

Todo ese caldo teórico que tan bien conoce la FAES de José María Aznar impregnó la actuación de los organismos internacionales, y concretamente de la Unión Europea, frente a la crisis que comenzó en 2008 en Estados Unidos como un desastre financiero para devenir en un desastre global. Y sus estragos son todavía visibles en las sociedades: más desigualdad, más precariedad, más pobreza.

La pandemia que sacude ahora dramáticamente a toda la humanidad y, por tanto, todo el tejido de la globalización, ha venido a acelerar la resolución de ciertos dilemas pendientes desde la anterior crisis. Y las respuestas no pueden ser ya las mismas. El catecismo neoliberal se ha agotado, como lo demuestra el hecho de que sus efectos más desagradables se hayan encarnado en el fanatismo de grotescos líderes de la ultraderecha como Trump o Bolsonaro y en sus imitadores europeos.

¿Quién puede afirmar tras la lucha de los sanitarios en los hospitales contra la COVID-19 que “los bienes públicos no existen”? ¿Cómo descalificar la idea del bien común, o la de la solidaridad, cuando el mundo se para? ¿Cómo oponerse al ingreso mínimo vital mientras se multiplican las iniciativas para ofrecer techo y dar de comer a niños y mayores? Resulta sintomático que el PP haya tenido que plegar velas y guardar en el cajón la demagogia, por lo menos la relativa a este asunto, aunque su escisión de ultraderecha siga sosteniendo que el nuevo derecho fomenta un “efecto llamada” de la inmigración ilegal porque permite que se acojan a él las mujeres víctimas de trata. ¿Quién lo iba a decir? Hasta el Fondo Monetario Internacional ha celebrado que España adopte una medida de estas características.

El Ejecutivo de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, del PSOE y Unidas Podemos, ese Gobierno “socialcomunista” contra el que la derecha española arremete con furia y que viejos dirigentes de la izquierda acomodados (léase Felipe González) maltratan con rencorosa displicencia, se ha apuntado una victoria política, pero también conceptual y estratégica.

Lástima que el ministro de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones, José Luis Escrivá, que ha dado forma a este nuevo derecho, se haya empeñado en no asumir desde el principio que la gestión de las políticas relacionadas con el Estado del bienestar tiene en España una organización federal.

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