Durante los meses estivales, los medios de comunicación, siempre pendientes de la salud de su público y siempre con la misma cantidad de páginas o de pantallas que llenar, acostumbran a reiterar las recomendaciones para evitar que nos chamusquemos al sol, que el viento de poniente nos arrastre mar adentro o que la mahonesa en mal estado nos haga ir al excusado con mayor frecuencia de la que conviene. Y ahora, con el añadido de la pandemia yendo y viniendo, todo ese periodismo didáctico se hace especialmente cansino. Por otra parte, esa obsesión tutelar raramente se ocupa de asuntos sustanciosos. Pocas veces tropezamos con un consejo que tenga carácter de divisa. Volvemos de vacaciones morenos, sanos y salvos, pero tan ignorantes de la vida y tan indefensos como nos hemos ido, con el entendimiento abotargado y la guardia baja, desprevenidos, a merced de la fauna que, a todas las escalas, sirviéndose de la cercanía personal, de la retórica publicitaria o del discurso político, nos parasita con más o menos mala intención y más o menos aprovechamiento. Este puñado de consejos breves y precisos, hijos de la experiencia, pretende paliar en alguna medida dicha insuficiencia pedagógica sin perder de vista la máxima horaciana prodesse et delectare. Ojalá el benevolente lector los encuentre tan provechosos como a uno le han parecido cuando ha caído en la tentación de escribirlos.
1—Primero y principal: huye de las promesas de felicidad. Toda operación basada en una promesa de felicidad es un tocomocho. La oferta de felicidad manufacturada hace tiempo que ha superado a la demanda, y es fácil caer en la tentación de querer aprovechar alguna ganga. La felicidad no se puede fabricar, procesar ni envasar. Tampoco nos está esperando en un lugar concreto. La felicidad está dentro de uno —créetelo, el tópico es cierto— y aflora cuando aparece el catalizador adecuado, que puede ser cualquier cosa, desde la más previsible a la más insospechada, desde la más primaria a la más sofisticada, desde la más cara a la más barata, desde la más inocente a la más perversa. Lo único que cuenta es que no te pille mirando hacia otro lado.
2—Desconfía de los que lucen una sonrisa permanente. O son tontos, cosa que comporta peligros imprevisibles, o son seres muy frágiles, y con su sonrisa resplandeciente lo que pretenden es cegar a los demás para que nadie vea el pozo de miseria que hay en su interior y en el que caerás a poco que te descuides. La mayoría de tales individuos son inofensivos, pobres diablos con la autoestima por los suelos que nunca levantaran el vuelo, pero de vez en cuando alguno llega a convertirse en un gran sonreidor de masas, en un peligro público. Huye de ellos como de la lepra, pero, por si se da el caso, procura que no conserven de ti un recuerdo especialmente ingrato.
3—Tampoco te fíes de los que se muestran siempre cautelosos y hacen todo tipo de malabarismos para evitar ofenderte. También parecen inofensivos, desamparados, pero tienen una sensibilidad especial para el agravio y han desarrollado una habilidad igualmente excepcional para gestionarlo. Más tarde o más temprano los ofenderás tú a ellos sin darte cuenta, con una facilidad que te dejará pasmado, y entonces, con una violencia volcánica, te mostrarán todo su rencor por el esfuerzo que, sin que tú se lo hayas pedido, han estado haciendo para no herirte.
4—Rechaza el halago. Hazte inmune a él. Si se te acerca alguien que lo practica, ponte en guardia como si se te acercara un alacrán. Como bien sabe buena parte del personal sanitario, tan aplaudido en épocas recientes, el halago es no pocas veces, si no siempre, el dorso de la hipocresía, de la doblez, de la mala fe, es el fulcro de la manipulación. En el halago siempre hay chantaje, la esperanza implícita de una recompensa a tu cargo, inmediata o futura. Vuelve la espalda a los aduladores y no tengas miedo de equivocarte. La gente honesta raramente halaga. Lo que hace es aplicar su juicio crítico y, o bien darte su sincera opinión, o bien callar, algo que también te debería poner en guardia por lo que pueda significar. Lo contrario del halago no es el reproche sincero, sino el silencio prudente, conmiserativo y falsamente cortés.
5—La generosidad solo lo es a fondo perdido. Si estás siendo dadivoso en espera de reciprocidad, cometes un error. Si esperas algún tipo de retribución, lo tuyo no es altruismo, lo que has hecho es iniciar un negocio deficitario. Así pues, antes de seguir sopesa las pérdidas. El despecho causado por el desagradecimiento puede llegar a ser una gran fuente de aflicción, e incluso convertirte en un mal bicho.
6—Si alguien se dirige a ti dando por supuesto que eres más tonto que él, ten la seguridad de que él lo es más que tú, de lo contrario no lo habrías notado. Es prudente y elegante dirigirse a los demás con la premisa implícita de que son, al menos, tan inteligentes como uno mismo, pero siempre hay que estar preparado para actuar en consecuencia si descubres que no es así, porque entonces acabarás haciendo el tonto delante de uno que es todavía más tonto que tú.
7—En una película del Oeste, cuyo título lamento haber olvidado, se oye a un vaquero decir a otro: «Nunca traiciones a un amigo ni des una oportunidad a un tonto». Parece una máxima sumamente juiciosa que vale la pena observar. Pero tiene un problema: ¿Qué ocurre si te das cuenta de que tu amigo —tu líder, tu mito, tu referente— es tonto? ¿Qué ocurre si te das cuenta de que, además de tonto, es un cabrón superlativo? ¿Qué pasa si te das cuenta de que, inadvertidamente, has sido cómplice o víctima de sus trapacerías? Lo más sensato es enviar al camarada en cuestión a tomar por saco. La lealtad tiene unos límites a partir de los que, de amigo, pasas a convertirte en un capullo o en un canalla en nombre de una virtud imaginaria.
8—Una de las palabras más valiosas que existen es corta y extremadamente común, y sin embargo nos cuesta utilizarla con propiedad. Es «no». Es cierto que a veces no podemos, pero muchas otras sí y no lo hacemos. Nos resistimos a pronunciarla porque el poder siempre se ha ocupado de erradicar la asertividad de nuestro comportamiento, de fomentar en nosotros el deseo de complacer a los usufructuarios de la autoridad institucional, a los padres, a los maestros, a la Guardia Civil, al cura o al banquero que ha tomado el control de todo nuestro dinero. Hasta hace poco era un mecanismo de supervivencia sobredimensionado pero más o menos consciente. Ahora, con las redes sociales, complacer a todo cristo se ha convertido en un reflejo condicionado, en una enfermiza e indiscriminada necesidad de aprobación que no pide justificaciones, de la que ha desaparecido cualquier rastro de racionalidad.
9—Di la verdad o miente, lo que te aconseje la prudencia. Pero si decides ser sincero procura ser claro. Ser claro no quiere decir simplificar, sino evitar los subterfugios, significa no ir con paliativos, ni piadosos silencios, ni medias verdades. Algunos piensan que es posible transmitir la verdad mintiendo, pero no es cierto, así que ojo con ellos. Ni la verdad ni la mentira existen al margen de las palabras, con anterioridad a ellas. Los hechos tal vez sí, pero eso es otro tema.
10—Por último, pero no por ello menos importante, no pierdas el tiempo discutiendo con alguien que vive atrincherado en sus convicciones y que, por mucho que te esmeres en tus razonamientos, sabes que no las cambiará un ápice. Afirma un dicho popular que, si discutes con un cerdo, los dos saldréis rebozados en mierda, pero él habrá disfrutado y tú no. A no ser que seas un coprófilo de la dialéctica, reserva tus energías para debates de mayor enjundia y provecho. Incluso discutir con la tele puede resultar más útil que intentar polemizar con uno de esos inflexibles mostrencos.
Un provechoso verano y hasta septiembre si nada lo impide.
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