Épica
Vuelve la épica, y con ella la exaltación de las pasiones. La vida seguramente requiere alguna dosis de ella. Ahora de nuevo los instintos se imponen al coloquio sereno, y resurgen caudillos y banderas, y los gritos ahogan palabras y razones. Banderas y discursos, y grandes concentraciones. El héroe sustituye al escéptico. Cuando la patria se construye desde la épica, siempre acaba, de un modo u otro, creando monstruos, es decir, formas religiosas de identidad. La patria es pura épica.
¿Quién ha encendido la mecha? Los instintos no entienden de razones. La trampa está tendida. El otro es el extranjero, el bárbaro, el pagano, el opresor, el traidor o el miserable. Hay que doblegarlo. La épica se alimenta de la pasión, no del análisis racional ni de las leyes. Construye un mito idílico. Las ideas son cimientos de piedra y las dudas desaparecen del horizonte humano. Y crece el monstruo. La épica es la espina dorsal de mitos fundacionales y relatos identitarios, de pasados gloriosos e imperios invencibles, epopeya exaltada de viejas glorias que siempre llevan al altar a dioses crueles y caudillos mediocres.
Vuelven los tiempos de épica, exaltación y fervor. Y la épica se engrandece con la ira, el odio y a veces con la sangre. Se esfuman la ideas; la épica es acción. Como la ópera, la opereta y la comedia, la épica muestra facetas delirantes y ridículas de la condición humana. El mundo se hace pequeño, cada vez más pequeño, y la mirada miope deforma la realidad para adaptarla al mundo diminuto. El fervor patrio devora cualquier forma de empatía o compasión. El delirio aniquila cualquier forma de autocrítica. Respeto al otro y autocrítica son atributos de la democracia y formas de la inteligencia humana incompatibles con la épica.
¿Dónde ha quedado el coloquio en el ágora frente a la exaltación imparable de las hordas? El ágora nunca debió convertirse en un circo de bufones y consignas. Y ahora tanta épica desvela nuestra versión más burda, y nos vuelve torpes, brutos, feos. Dejad el griterío. Ha de volver el relato prosaico, la reflexión escéptica, la soledad poética. Sin crítica hacia uno mismo ni respeto hacia el otro, la condición humana se vuelve muy deprimente.