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CV Opinión cintillo

La factura

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La noticia publicada por este diario sobre el rocambolesco pago con fondos públicos de una comida privada del todavía presidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón, por un importe de 853 euros, revela algo mucho más profundo que una anécdota sobre gastos de representación. Destapa un patrón de conducta de quienes consideran la administración pública su cortijo particular y un indicador de que los controles que deberían detectar e impedir irregularidades como esta no funcionan.

Según la información desvelada, la comida de carácter privado y para cuatro comensales fue inicialmente sufragada por la Generalitat, pero cuando el equipo de Mazón tuvo conocimiento de que alguien estaba siguiendo la pista de la factura, se produjo una reacción tan reveladora como insólita: enviaron a la secretaria del president con dinero en metálico al restaurante donde se había producido el ágape, en Cocentaina, a cien kilómetros de Valencia, para pagarla. Posteriormente el restaurante procedió a reintegrar a la Generalitat los 853€ que previamente había recibido por transferencia bancaria desde las cuentas públicas. ¿De quién era ese dinero en metálico que viaja de Valencia a Cocentaina en manos de una empleada pública? Si era un asunto entre particulares ¿qué hace una funcionaria y posiblemente un chofer con el coche oficial viajando a pagar en metálico una factura personal? ¿no la hubiese podido abonar cualquiera de los otros tres comensales o el propio president directamente por transferencia bancaria desde cualquiera de sus cuentas familiares, por bizum o simplemente dando al restaurante el número de su tarjeta de crédito?

Lo cierto es que la factura la pagó la Generalitat con dinero público y eso es un fraude y puede que un delito de malversación porque alguien en presidencia ordenó iniciar el trámite de aprobación de un gasto de carácter privado ajeno a la función institucional; le dio conformidad a la factura haciéndola pasar como dispendio protocolario o de representación con su correspondiente justificación falsa y, finalmente, alguien ordenó el pago al restaurante mediante transferencia bancaria consumando la ilegalidad. Este caso, aunque aparentemente menor por la cuantía, es paradigmático. No por el importe, sino por lo que revela: una cadena de decisiones y omisiones que normalizan el uso indebido de recursos públicos. El problema no es solo que Mazón intentara colar una factura de un gasto privado, sino que nadie dentro del sistema detectó la irregularidad ni consideró que había algo que corregir, investigar o sancionar. Alguien que advirtiese que esa comida no se podía pagar con recursos públicos y que la factura debía ser devuelta al president para que la pagara de su bolsillo.

El propio Mazón, más tarde y una vez descubierto el asunto, intentó zanjar el escándalo con una frase que sonó a déjà vu: “Mis gastos privados me los pago yo”, recordándonos inevitablemente otra célebre factura, la de El Ventorro del trágico 29 de octubre, esa factura que todavía nadie ha visto ni se sabe quién la ha pagado dadas las múltiples versiones que se han dado sobre lo que hizo aquel aciago día en el que la negligencia mezclada con la ineptitud causó la muerte de 228 personas. E inevitablemente, también nos viene a la memoria aquel otro caso de su correligionario Francisco Camps, el del accidente del Metro, y la frase cínica de “mis trajes me los pago yo”. Y podríamos seguir con aquella otra de “estoy en política para forrarme” y así indefinidamente, porque todo viene del mismo mal: la corrupción estructural que sufrimos y los indeseables que colonizan las instituciones. Cuando recientemente modificaron los criterios de gestión de la Caja fija de la administración autonómica suprimiendo detalles individualizados de los pagos y, por tanto, reduciendo la transparencia, sin ninguna duda estaban en esa línea.

Porque no hablamos solo del acto en sí, sino de la inacción administrativa que lo rodea, la ausencia de controles independientes y de reflejo ético en la estructura institucional, la falta de una cultura pública que active alertas y respuestas automáticas ante posibles irregularidades. Nadie en la administración consideró necesario revisar el procedimiento, verificar la legalidad del gasto, pedir explicaciones formales o activar los mecanismos de control previstos en la normativa de gestión económica donde las facturas por gastos protocolarios o de representación deben ir acompañadas de un informe justificativo con los motivos que lo causan y, en su caso, la relación de comensales y su vínculo con la actividad institucional realizada.

La opacidad con la que se intentó corregir el error, y la falta de consecuencias, muestra una administración resignada al servilismo político y a la pasividad ética. La administración de la Generalitat no debería funcionar como una extensión personal del president, sino como una institución sujeta al principio de legalidad, al control presupuestario y a la rendición de cuentas.

La buena gestión desde la ética pública no se demuestra en los discursos broncos ni en las frases hechas cargadas de estúpidas excusas, sino en los procedimientos, en los mecanismos que garantizan el uso correcto del dinero de todos. Cuando estos mecanismos fallan, o simplemente no existen, lo que hay es un gobierno que relega el principio de legalidad y lo somete a la lógica del poder corrupto.

Y lo más inquietante es que, como en el caso de los trajes de Camps, la frase exculpatoria se convierte en símbolo del cinismo institucionalizado. Decir que al final esa comida privada no ha costado nada a los valencianos es una falsedad que esconde que una funcionaria y tal vez un chofer con su coche oficial tuvieron que movilizarse para tapar la vergüenza de su jefe. Eso también es dinero de los valencianos. Mientras se continue confundiendo el dinero público con el bolsillo particular del político, y mientras no existan estructuras administrativas realmente imparciales y profesionales que actúen de contrapesos reales, la corrupción seguirá reproduciéndose en pequeñas o grandes dosis, con total impunidad.

El uso irregular de fondos públicos supone una vulneración del principio de legalidad, del deber de ejemplaridad y de la integridad institucional. Según la doctrina del Tribunal Supremo y del Tribunal de Cuentas, el gasto público debe ajustarse estrictamente a los fines previstos en la ley, y su desviación puede constituir infracción contable, administrativa o incluso penal. Así lo establece, por ejemplo, la Sentencia del Tribunal Supremo 593/2013, de 1 de julio, en la que se condenó a un alcalde por sufragar con fondos municipales gastos de carácter privado y ajenos a la función pública. El Supremo afirmó: “La mera disposición de caudales públicos para fines ajenos a los previstos legalmente, aunque sea con devolución posterior, no excluye la ilicitud ni la responsabilidad exigible.” Y también el Tribunal de Cuentas, en informes y resoluciones reiteradas, ha sostenido que: “El reintegro posterior de los fondos públicos indebidamente utilizados no exime de la responsabilidad contable derivada del uso irregular, máxime si se produce tras la apertura de una investigación o ante una posible repercusión mediática.”

Lo verdaderamente alarmante no es solo que Mazón intentara corregir la situación con un pago opaco y sin rastro administrativo, sino que la Generalitat no ha activado ningún procedimiento interno de revisión, investigación ni exigencia de responsabilidad. Esto pone de manifiesto una carencia estructural: no existen mecanismos automáticos que detecten y corrijan estos desvíos. Nadie en la cadena de gestión cuestionó el gasto, ni tras el primer pago ni tras la devolución. La cultura de control y legalidad ha sido desplazada por una cultura de obediencia y servilismo al jefe.

Además, la falta de órganos realmente independientes de integridad pública y de prevención de la corrupción; la banalización de los códigos éticos reducidos a pura cosmética; y la progresiva politización de los órganos de fiscalización deja estos casos sin respuesta, sin consecuencias y sin reparación institucional. Mientras no existan mecanismos internos y externos que respondan ante estos abusos, y mientras los dirigentes políticos no entiendan que la ejemplaridad es inseparable del poder público y que los bolsillos de los políticos y los funcionarios deben ser transparentes como el cristal, seguiremos asistiendo a un ciclo de escándalos de dimensiones diversas que, sumados, erosionan profundamente la confianza ciudadana en las instituciones.

Porque la corrupción no empieza con comisiones millonarias en paraísos fiscales por adjudicaciones de contratos públicos a los amigos y empresas corruptoras. Empieza con gastos privados que pagamos entre todos y silencios cómplices que lo permiten.

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