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Partirles la cara, con todos los respetos

Alfons Cervera

No se habla de otra cosa desde hace meses. Por todas partes, una sola palabra: Constitución. Las alabanzas en boca incluso de quienes la negaron en 1978 porque les parecía demasiado democrática, poco franquista. Tanta gente del PP que hasta entonces había profesado la fe tristísima de la dictadura grita ahora cuando a alguien se le ocurre hablar de que es necesaria una reforma de la Constitución. Entonces no la querían y ahora es como si fuera suya, sólo suya y de nadie más. Dicen que tocarla es imposible. Sin embargo, la tocaron Rajoy y Rodríguez Zapatero para, en una sola noche y en una amañada partida mano a mano como los tahúres del Oeste, entregar nuestro dinero a los famosos hombres de negro que en esa Europa de los privilegiados exigía el pago inmediato de la deuda. La Constitución es suya y la cambian cuando quieren. Por eso, aunque Pedro Sánchez diga a su militancia que su logro ha sido sentar a Rajoy para reformar la Constitución, sabemos que esa reforma no va a ir más allá de cambiar de sitio una coma o de sustituir un adjetivo inútil por otro más inútil todavía.

Lo que nunca se dice es que la Constitución no se cumple en bastantes de sus principales apartados. El derecho a vivir con dignidad, a ser iguales ante la ley y la justicia, a que la lluvia y los chuzos de punta te cojan bajo un techo sólido y no a la intemperie. Más o menos esos derechos están recogidos en la famosa Constitución de las narices. Pero esos derechos no les importan a quienes estos días han reducido esa Carta, pomposamente llamada Magna, sólo a la cuestión territorial. Es como si únicamente existiera eso en la Constitución. Si cuestionas la unidad de España, el gobierno te señalará con el dedo y hará todo lo posible para que la justicia te acuse de sedición y te meta en la cárcel (por cierto: qué rapidez en meter en la cárcel a unos y de cuánta impunidad disfrutan otros para no pisarla nunca). Pero ese mismo gobierno y esa misma justicia no moverán un dedo si te quedas sin casa porque te la han robado los bancos, o si te detienen por ejercer la libertad de expresión sin pertenecer a la extrema derecha, o si te mueres de hambre porque en tu casa toda la familia está en el paro o -como leo en este diario- cada adulto de esa familia sólo tiene trabajo una hora y media al día. Los últimos datos socioeconómicos de la Comunidad Valenciana (y no son los peores de esta España que a algunos les parece tan grande y tan imprescindible) lo dicen: un millón y medio de personas viven (es un decir) en riesgo de pobreza y exclusión social; casi millón y medio viven (también es un decir) con menos del salario mínimo: 638 euros; casi cuatrocientas mil viven (querrán decir mueren) con menos de 384 euros al mes. Aunque hayan desaparecido de la agenda periodística, los desahucios siguen existiendo cada día. En estas páginas se cuenta cómo la familia compuesta por Lissy y sus tres hijos tenían una vivienda en alquiler y la aparente dueña desaparece de repente porque esa vivienda era de Bankia. Y Bankia -cómo no- ha puesto en la calle a toda la familia sin que a nadie se le ocurra que eso está prohibido por la Constitución.

Siempre estamos con lo mismo en los tiempos que corren. El triunfo de la mentira que ahora llaman cínicamente posverdad. La manipulación informativa que convierte la verdad en una terrorífica engañifa. Esa manera tan miserable de convertir la Constitución en un reglamento que cuando les sirve a quienes mandan es de obligado cumplimiento y cuando no les interesa la abandonan, con las más cínica y absoluta desvergüenza, en el rincón más injusto y oscuro de lo inexistente. Qué ganas de soltarles a esos tipos los versos que Blas de Otero escribió hace cincuenta años: “yo os parto la cara con todos mis respetos”. Qué ganas, dios, qué ganas de soltarles eso. Y más cosas aún. Y más cosas.

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