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Pasan los años

Javier Caro

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Un hombre mayor de unos 70 o 75 años, habla con la dependienta de una tienda de comida casera para llevar. El hombre, que lleva una chaqueta de pana marrón y gafas pegadas con cinta, habla sin parar con ella, sin atender a la cola que en pocos minutos se ha formado detrás de suya. Le pide una patata, una berenjena y un poco, muy poco, de arroz. No tiene dientes, se lo cuenta con gracia a la chica mientras se abre la boca con un dedo, y le muestra la cavidad vacía de piezas dentales. Al entregarle la bolsa con sus escasas viandas, recoge su bastón, algo gastado y sucio, y se gira para salir del local. Su paso es lento, su cara denota cansancio y tristeza. La joven le cuenta a una anciana que espera en la cola, que ese hombre vive en una residencia, que está muy solo y que allí se come muy mal y le gusta salir a dar un paseo todos los días, así se entretiene.

Si su Yo del pasado, de la infancia o adolescencia, le viera ahora, quizás se pondría a llorar. Quién te ha visto y quién te ve, le diría o se diría a sí mismo. Es increíble cómo la juventud se escapa entre los dedos como si fuera arena de playa, como de repente estás en una discoteca o en una reunión de la facultad comiéndote éste injusto mundo, y cuando parpadeas apareces en una residencia de ancianos o en algún hospital viejo y ajado. En la vida siempre se espera algo: a que pasen los cuatro años del PP, a que tengas edad para conducir, a que te saques la carrera, a verle la cara a tu hijo... siempre esperas. Y en esa aburrida pero necesaria espera, es donde reside la felicidad, en esa fantasía de lo que se espera, de lo que se sueña, pero mientras nos sumimos en cómo será ser abogado o casarte. En cómo serán las cosas que esperas y sueñas. De pronto, despiertas de ese letargo autoinducido, soñador de un futuro mejor y placentero, y no te has enterado de cómo has llegado a esa estación de tu vida. Te apeas en ella confuso, todo pasó en un estornudo, en un suspiro.

La vida es corta, aunque parezca larga. Sentado alrededor de una mesa con unos amigos de la infancia, pensaba en lo rápido que se han pasado las noche de diversión con ellos sin las más mínimas preocupaciones, de cómo algunos tienen hijos pequeños y de cómo nuestros padres, esos que eran enormes y tenían mucha autoridad y mala leche, se han hecho pequeños y tienen arrugas. Nos miramos mientras nos contamos que nuestros padres se han jubilado, nuestros abuelos están malos y que no tenemos mucho trato con amigos que eran más que eso en el pasado. Amigos que era todo nuestro mundo, toda nuestra vida. Ya no nos reunimos tanto como entonces, y cuando lo hacemos, alguno tiene noticias emocionantes que contar, ya no sorprenden, como aquella primera vez que alguien lo dijo: “voy a ser padre”, y todos aplaudimos absortos. Entonces era una locura, ahora parece una imposición vital, una imposición para ser más adulto, para acabar de salir de otra época de nuestra vida. De, en definitiva, la vida que nos habíamos inventado.

No estamos quemado etapas, no somos unos locos desaforados, pero sí consumiéndolas, y la vista, cuando la echas atrás, suele ser nostálgica. Los conciertos a los que fuimos, las chicas a las que besamos o nos enamoramos, los coches que llevábamos, la estupidez e ignorancia que nos corría por dentro. Recuerdos del pasado que cada día es más pasado. Esos son los temas que nuestras conversaciones transcendentales tocan, como si fuéramos ancianos contando batallitas. Batallitas de aquella manifestación entre risas, de aquel bar que ya no existe (y que nunca habrá ninguno mejor) o de aquel viaje que hicimos solteros y sin complejos, cuando todos estaban delgados y la música era una parte importante de nuestra vida. Historias mil veces contadas, pero que siempre generan una nostalgia reconfortante. Casi hogareña. Quizás esto nos pase por muchos motivos, quizás la brecha generacional entre los nacidos en la era de Internet y los que no, sea muy grande, a veces hasta insalvable. La verdad es que viendo a la gente uno se da cuenta que no hay nada más maravilloso que cumplir años, ver que en tu vida has pasado etapas, algunas mejores y otras peores, pero que han ido forjando una biografía extensa y valiosa. Quizás ése anciano que parsimoniosamente caminaba hacia su residencia esté preñado de recuerdos, quizás le cueste entender en qué se ha transformado éste mundo, como sus calles, lenguaje y forma de entender la vida han cambiado.

Tal vez por ello necesite hablar de vaguedades con la dependienta, quizás por ello vaya a comprar allí, porque ella le sonríe y le hace sentir en casa. Como si fuera una manta en invierno o una cena familiar con Martes y 13. En la vida todos nos encontramos solos, pero la propia existencia te va proporcionando compañeros de viaje, de ese viaje fantástico y mágico que es ir conociendo la vida y sus tramos. Las reuniones con viejos amigos nos reafirman en esa idea de sentirnos parte de algo en nuestro paso por aquí. Juntos en las risas del instituto o en los llantos de los primeros amores rotos. Atravesar etapas muy diferenciadas, de adolescente a adulto, de no tener hijos a tenerlos o de recibir órdenes de tus padres a atenderles en sus casas. Esos momentos los vives con alguien, puede que con tu amigo mientras ves a tus hijos jugar o con tu chica mientras vas a la boda de algún sobrino. Siempre hay vivencia en comunidad, con alguna persona que en el futuro te hace evocar esos momentos para sentirte menos solo. Necesitamos a los demás en cualquier instante de nuestra vida, tal vez por ello no nos percatemos de la cola que estamos formando detrás nuestra.

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