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Prisoner in the USA

Javier Caro

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Una vez tuve un ataque de pánico en un centro comercial, mucha veces había oído a gente hablar de esta sensación de hipermiedo y pensamiento recurrente sobre la muerte inmediata e inevitable. Me ahogué, todo era producto de mi mente, lo sabía, pero, ¿qué es la realidad de un individuo?, ¿No es acaso lo que su mente le hace ver, oír y sentir, sea lo que sea eso?. El tiempo en el mundo extracorpóreo iba más despacio, era lento y pesado. Pero yo quería huir, escapar con total rapidez, no me encontraba muy lúcido en ese momento. No me duró mucho, respiré profundo y salí de allí. Por descontado fueron unos minutos indescriptibles. ¿Qué me había pasado?.

Al oír hablar a la gente sobre una experiencia traumática o dañina para ellos, uno intenta ponerse en su situación, empatizar al máximo, pero sin dejarse llevar. Y esa comprensión, porque lo que tú también hayas vivido, nos hace desear que nadie lo sufra jamás. Con las injusticias pasa lo mismo, si la padeces, no la quieres para nadie. A menos que el resentimiento te corroa el tuétano. The Guardian ha creado un programa de realidad virtual, donde nos sumergiremos en una celda de aislamiento en EE.UU., para que podamos sentir lo que es vivir durante nueve míseros, pero intensos minutos, lo que es estar interno en una celda de 6x9 pies, unos 5m², 23 horas al día.

En ese espacio reducido e inhumano puede acabar cualquier ciudadano americano, no hace falta que haya cometido ningún asesinato para estar dentro de una celda de aislamiento total. Delitos tan menores como el consumo de drogas o la desobediencia a la autoridad te pueden llevar a ese agujero, a ese infierno legal y desagradable. Porque recordemos que esto, por mucho que nos cueste asimilarlo, es completamente legal. Durante 23 horas al día los pobres que terminan con sus huesos allí no salen, ni se comunican con nadie. Salen del zulo una hora para hacer ejercicio, no se vaya a tildar al régimen de aislamiento americano de talibán o norcoreano, en esa hora están en una sala cerrada o un patio amurallado.  

Por descontado, copletamente solos. Cuando acaba el “ejercicio”, el reo se ducha y al pozo otra vez. La ducha se realiza con los grilletes puestos, una forma de denigración y humillación más que tienen que soportar. Y así un día y otro. En 2003 Human Right estimaba que entre un tercio y la mitad de los presos que se encontraban en esta penosa situación, padecían de algún tipo de enfermedad metal. El confinamiento en solitario en un habitáculo tan reducido e incómodo, sin apenas aire, sin contacto con otra persona, sin nada de lo que nos hace humanos, trastornaría cualquier mente, por muy fuerte que fuera. Este régimen no parece tener como objetivo la reinserción, porque, ¿cómo se va a reinsertar alguien que no ve la luz del día o que no puede hablar con otra persona?.

Se vuelven hipersensibles a la luz, al tacto, pierden la visión, la luz solar les deja ciegos y sobre todo, y sin paños calientes: enloquecen. Alucinaciones, delirios, catatonía. Son algunos de los trastornos que sacuden a estos presos. Gritos de impotencia y de perplejidad ante ese abuso, un abuso legal, como la pena de muerte en algunos Estados. Gritos que se ahogan en la burocracia. Una legalidad que rompe frontalmente con los derechos humanos, y con la más mínima consideración por nuestra especie. Viven en un agujero frío, solos, con la única posibilidad de contacto con el guardia a través de una rendija. Nadie escuchará sus lamentos, sus miedos o sus anhelos, porque no tienen a nadie a su alrededor. Los primeros segundos de estar allí metido, sabiendo que sólo podrás tener un libro para leer como compañía, que no podrás hablar con nadie, quizás acabes hablando contigo mismo, perdiendo la orientación, la percepción del tiempo y quizás hasta la memoria, deben ser terribles.

El pánico a saber que el resto de tu vida será un infierno, que serás un trozo de carne sin más, y que el sadismo y la tortura psicológica es lo único que te espera, debe ser demoledor. Y esto no se lo hace un grupo terrorista a sus secuestrados o rehenes, ni tampoco un gobierno bananero, bajo el yugo de la dictadura, esto lo hace el país de las “oportunidades”. Sin poder asistir a actividades de la prisión o trabajar el cuerpo se deforma, aparece el colesterol, el sedentarismo acaba por minar la voluntad del preso, se vuelve mucho más “dóciles”. Dejan de gritar y simplemente se callan. Se estima que el coste medio de un año en este régimen cuesta unos 75.000 dólares a los contribuyentes americanos, dinero que se emplea para que los estados estén más seguro, dinero que cobran las empresas que gestionan las cárceles de todo el país. La seguridad en EE.UU. es casi delirante, ¿confinar a una persona 30 o 40 años en un zulo sin luz ni contacto humano, hace al país mucho más seguro?. ¿Esos reos saldrán de allí con un buen comportamiento, obedientes y reinsertados o con problemas metales que les provoquen cometer delitos?.

Las críticas de la administración americana hacia otros países siempre aluden a su falta de democracia y de libertades. El aislamiento es una forma de tortura repugnante y dilatada en el tiempo, parece que al final se olvidan de los presos, se olvidan que detrás de esos números hay personas que tienen derechos. Los abandonan a su suerte, no miden el impacto que causará en ellos una situación tan horrible, quizás les dé igual, quizás pienses que se lo merecen, que no tienen que tener derechos como humanos. Si ese es el pensamiento, la idea o el dogma, está claro que no se parecen a la democracia que nos venden, sino a las dictaduras que intentan desintegrar. Todavía no me he descargado la aplicación, no me hace falta para detestar esta clase de abusos, pero está claro que The Guardian ha logrado poner sobre la mesa un tema complicado cuando no desconocido. Y eso en un mundo cada vez más enfermo e insensible es una hazaña.

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