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¿Se puede evitar el bloqueo?

Jose María Aznar, en 1996 en el Palacio de la Moncloa con presidente de la Generalitat, Jordi Pujol.

Javier Pérez Royo

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La primera tendencia del sistema político español a caer en una situación de bloqueo se produjo en la década de los noventa del siglo pasado. En las dos elecciones generales que se celebraron en dicha década, las de 1993 y 1996, la última de Felipe González y la primera de José María Aznar como presidentes del Gobierno, tanto el PSOE como el PP se quedaron muy lejos del umbral de los 170 escaños y bastante próximos ambos en porcentaje de votos y en número de escaños.

Las dos investiduras de los años 90 fueron las más difíciles de todas antes de las que hemos vivido a partir de las elecciones del 20 de diciembre de 2015. En ambas se evitó el bloqueo por la intervención de los partidos nacionalistas catalán y vasco. Fundamentalmente del nacionalismo catalán representado por la CiU dirigida por Jordi Pujol.

La investidura de 1993 se resolvió con relativa facilidad, ya que el pacto entre el nacionalismo catalán y el PSOE no encontraba reservas insuperables en territorio catalán. La de 1996, por el contrario, fue mucho más difícil. El PP centró su campaña electoral en que el PSOE, para mantenerse en el poder, se había “vendido” a CiU, demonizando la colaboración del nacionalismo catalán en la acción del Gobierno de la Nación en la pasada legislatura. En ese momento empezaron las primeras acusaciones de “ilegitimidad” del Gobierno socialista por connivencia con los nacionalismos catalán y vasco.

Cuando tras el resultado electoral de 1996, fue el PP el que no podía conseguir la investidura sin la contribución de CiU, el desconcierto inicial fue considerable. Tanto que no fue José María Aznar, sino Felipe González quien tuvo que dar la cara ante la prensa nacional e internacional para hacer una interpretación del resultado electoral y delimitar el perímetro del terreno de juego de la nueva legislatura. José María Aznar se quedó literalmente “sin habla”. Felipe González tuvo que intervenir ante la “incertidumbre”, que empezó a afectar a los “mercados”.

La resistencia del nacionalismo catalán a colaborar con el PP llegó a ser de tanta intensidad, que Jordi Pujol propuso que la investidura de José María Aznar como presidente del Gobierno se produjera mediante la abstención de todos los demás partidos del arco parlamentario. El inventor de la “abstención” como forma de alcanzar la investidura fue Jordi Pujol. Fue la negativa de Felipe González a contemplar siquiera dicha posibilidad, la que obligó tanto a PP como a CiU a ponerse de acuerdo y a través del “Pacto del Majestic” poner en marcha la legislatura. El PNV participaría también en la investidura.

Los nacionalismos catalán y vasco, pero sobre todo el catalán, evitaron el bloqueo del sistema político en unos años en que se iniciaba la construcción de la Unión Europea, (el Tratado de Maastricht es de 1992), y se ponía en marcha el proceso que conduciría a la moneda única, al euro, a finales de la década. En momentos decisivos los nacionalismos catalán y vasco se convertían en los garantes de la política de Estado. Eso de lo que tanto les gusta presumir al PP y al PSOE, lo garantizaron los partidos nacionalistas y gracias a ellos España pudo participar con dignidad en la inicial puesta en marcha de la Unión Europea.

En ambos casos, pero, sobre todo, en 1996, se hizo respetando una regla no escrita, pero que Felipe González entendió de inexcusable cumplimiento. De los dos posibles partidos de gobierno de España, PSOE o PP, el que quedara primero es el único que podía formar gobierno. Los partidos nacionalistas podían completar la mayoría de investidura, pero siempre con el partido que hubiera ganado las elecciones. Los partidos nacionalistas no podían “elegir” a quién hacían presidente del Gobierno. Tenían que hacer presidente al candidato del partido que hubiera quedado primero. En 1993 el PP no hubiera podido dejar fuera del Gobierno al PSOE, pero en 1996 el PSOE sí podía haber dejado fuera del Gobierno al PP. No solamente no lo hizo, sino que Felipe González movilizó toda su influencia, que era mucha, para que se pudiera producir la alternancia en el poder.

La “lealtad” del PSOE con el sistema político de la Constitución de 1978 ha sido muy superior a la del PP, que no ha tenido prácticamente ninguna. Todavía en 2016 el PSOE se abstuvo para hacer posible la investidura de Mariano Rajoy, aunque en esta ocasión la operación no tuviera la nitidez que tuvo la de los años noventa del siglo pasado. El 'no es no' de Pedro Sánchez empañó la decisión abstencionista de la gestora que dirigió el PSOE tras la defenestración del secretario general. Pero, a trancas y barrancas, el PSOE se abstuvo. El PP no ha contemplado esa posibilidad en ningún momento respecto del PSOE.

No es una crítica, porque nunca he sido partidario de la “abstención” como fórmula para la investidura, y menos de la abstención de uno de los partidos de gobierno del Estado. Es una simple constatación. El PP siempre ha interpretado las reglas de manera “ventajista”. En el PSOE no ha ocurrido lo mismo. No todos los partidos son iguales. Ni todos los políticos. Felipe González no solamente posibilitó, sino que forzó a los partidos nacionalistas catalán y vasco a hacer a José María Aznar presidente del Gobierno. ¿Piensa alguien que algún líder del PP haría lo mismo para que un candidato socialista fuera presidente del Gobierno?

Pero esto es agua pasada. Lo único relevante para el presente de nuestro inmediato pasado es que la Constitución Territorial de España, expresada a través del reconocimiento de “nacionalidades y regiones”, tiende a proyectar su presencia en la gobernabilidad del Estado mediante la presencia de un número considerable de parlamentarios nacionalistas en el Congreso de los Diputados.

A pesar de los intentos de “esterilización” del nacionalismo vasco en los años de Juan José Ibarretxe como Lehendakari, con el momento culminante de la “cruzada” de Jaime Mayor Oreja en las elecciones vascas de 2001, y del nacionalismo catalán, tras la aplicación del 155 y la convocatoria de las elecciones catalanas de diciembre de 2017, con querellas por delito de rebelión y prisión y exilio de los candidatos nacionalistas, no solamente no se ha conseguido nada positivo, sino todo lo contrario. La presencia de los nacionalismos en el Congreso de los Diputados cada vez es mayor y su contribución a la formación de Gobierno y la dirección del Estado cada vez más imprescindible. No parece que vaya a ser diferente en el tiempo para el que podemos hacer predicciones. Las elecciones en las “nacionalidades” en este año nos darán, en todo caso, información al respecto.

La contribución imprescindible de los nacionalismos de los años noventa del siglo pasado se repite desde 2015. Lo que no se repite es ni la posición de la derecha y la izquierda españolas como receptoras de la contribución de los nacionalismos para poder formar gobierno, ni la de los nacionalistas, fundamentalmente el catalán, para hacer esa contribución.

La fragmentación de la derecha que impone que varios partidos compitan entre sí dentro del mismo espacio electoral les fuerza a cada uno de ellos a proponer una estrategia antinacionalista a cual más extrema, con lo que se alejan de la posibilidad de tener una mayoría parlamentaria de gobierno. La competencia interpartidaria y la intensificación de la estrategia antinacionalista, que se traduce en un fortalecimiento parlamentario de los nacionalismos, conduce a que los partidos de la derecha carezcan de incentivos para hacer posible la gobernabilidad del Estado. Su tendencia natural es la de obstaculizar la formación de gobierno, puesto que no van a poder ser los protagonistas del mismo. Dinamitar la posible formación de gobierno de la izquierda, única posible receptora del concurso de los nacionalismos, es su único objetivo.

La competición interpartidaria en el interior del nacionalismo catalán, de manera completamente distinta y por razones completamente diferentes, opera también en el sentido de dificultar la gobernabilidad. Dicha competición se produce en el interior del sistema político catalán y en el de las relaciones de Catalunya con el Estado. Dicha doble competición introduce contradicciones difíciles de manejar, como estamos viendo con la mesa de negociación pactada por ERC con el PSOE para la investidura. Pero en la que se sienta, por el momento que coincide con la inicial puesta en marcha de la misma, el president de la Generalitat, Quim Torra, cuyo objetivo es que dicha mesa fracase. Y todo ello con el horizonte de unas elecciones, cuyo calendario enfrenta a ERC y JuntsxCat. Y cuya convocatoria depende de Carles Puigdemont.

¿Es posible en estas condiciones evitar el bloqueo del sistema político español o vamos inevitablemente hacia la ingobernabilidad? Esta es la cuestión. Y los efectos de la respuesta que reciba no se van a quedar en esta legislatura.

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