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'La librería': Coixet firma un agridulce caramelo 'hipster' sobre la arbitrariedad del poder

Ignasi Franch

Hace poco más de veinte años, Isabel Coixet transportaba al cine español las convenciones de un cine que cruzaba rasgos del indie estadounidense con el lenguaje publicitario. Lo hacía a través de la coproducción Cosas que nunca te dije. Posteriormente, siguió perfilando un estilo con Mi vida sin mí o La vida secreta de las palabras.

Ahí siguen Coixet y esa tendencia que ha penetrado profundamente en el mainstream. Ahora, la realizadora barcelonesa vuelve a las carteleras con La libreríaganadora del premio a la mejor adaptación cinematográfica internacional en la Feria Internacional del Libro de Frankfurt.

El material de origen es la novela homónima de Penelope Fitzgerald, publicada originalmente en 1978. Coixet ha convertido el libro en un caramelo agridulce para consumo hipster. Explica la historia de Florence, una viuda de la I Guerra Mundial que abre una librería en un edificio abandonado de una pequeña localidad costera británica.

El decorado histórico se presenta como una especie de paraíso para el indie neorural: un entorno de tierra, piedra y madera, previo a la generalización del uso de plásticos, perfumado por el olor a libros y plumcakes. La realizadora aporta su habitual búsqueda de la sensibilidad y la delicadeza, que trabaja la belleza de las imágenes pero también se muestra atenta a las posibilidades líricas de la palabra. No falta una voz en off que evoca la historia, ni tampoco el recitado de mensajes escritos.

Una pesadilla de persecución

A pesar de su envoltorio estético embellecedor, La librería no es una fantasía de evasión complaciente, sino un drama. Un drama de dos mujeres que comienzan siendo rivales y que, a diferencia de lo acontecido en Nadie quiere la noche, no terminan empatizando.

Por una parte, tenemos a esta Florence defensora de su causa cultural y comercial, de su sueño personal derivado del recuerdo de su marido muerto. Enfrente se sitúa una oligarca local (interpretada por Patricia Clarkson, colaboradora habitual de la realizadora) que desaprueba el establecimiento de Florence por motivos bastante inconcretos. El poder no necesita razones.

Así, el sueño va adquiriendo tintes de pesadilla, de persecución y acoso a quien se considera débil. Se muestran unas estructuras sociales verticalísimas donde predomina la obediencia debida... e incluso la adhesión acrítica de quien no tendría porqué participar en el asedio. El resultado es más un cuento de individualidades (un personaje positivo aplastado por un individuo mezquino) que un drama social con complejidades. Quizá por ello, la misma Coixet ha hablado de su película como una “fábula”.

A diferencia del personaje interpretado por Juliette Binoche en Nadie quiere la noche, una mujer en conflicto y en transformación, la Florence de La librería es un personaje estático. Aunque su mismo estatismo tiene mucho de toma de posición corajuda. A pesar de vivir una injusticia, no cambia su posición: sigue con su librería y sigue con su voluntad de no hacer daño a nadie.

Por ello, el filme puede entenderse como una llamada a la valentía de no cambiar incluso en circunstancias adversas. Y quizá para hacer más digerible su odisea, Coixet altera el desenlace del libro e incluye un peculiar premio al final del viaje: una fisura en la obediencia monolítica a los poderosos.

Exclusiones sociales y procés

procésDe nuevo, Coixet muestra su gusto por los personajes que no encajan en su entorno. En esta ocasión, nos presenta a esta librera perseguida y a un hombre voluntariamente enclaustrado. La caracterización del ermitaño local resulta interesante. La realizadora embellece los intercambios epistolares que este mantiene con Florence, pero matiza la idealización del comportamiento excéntrico: la interpretación del actor Bill Nighy incorpora detalles de una cierta fobia social, de una timidez patológica, que no se estigmatiza pero tampoco se elimina del cuadro.

La excluida y el autoexcluído acaban formando una especie de hermandad con el culto al libro como aglutinante. La causa cultural también se convierte en una arma arrojadiza: la venta de ejemplares de Lolita, una novela muy polémica en la época de su publicación y todavía hoy, se usa para debilitar la posición de la librera. También aparece una pincelada sobre la capacidad de las élites para defender sus intereses usando sus influencias en la vida política.

Coixet presentó La librería en la Seminci de Valladolid, entre críticas al independentismo y también a la gestión del proceso soberanista catalán por parte del Gobierno de Mariano Rajoy. Su afirmación de que se sentía muy identificada con Florence, después de hablar de las críticas e insultos que ha recibido, abrió la puerta a una lectura alegórica que la misma autora descartó. Hizo bien, porque la naturaleza del conflicto catalán (donde, para empezar, comparecían dos gobiernos en conflicto) casa poco con el aplastamiento del individuo a través de un poder único y total.

Quizá el envoltorio estético dulzón de La librería facilita que se entienda como una fantasía autocompasiva, muy basada en la capacidad de la audiencia para identificarse con su protagonista. Pero se trata de una lamentación hipster bastante sobria y poco lacrimógena, con una protagonista que resiste sin contravenir sus ideales y que lucha. Eso sí, lucha a la manera del cine indie: de una manera más bien individual y poco política.

Con todo, se lanza algún apunte interesante. Como destaca la voz en off, la protagonista descubre una injusticia social de la que no era consciente solo porque no la había sufrido hasta ese momento. En estos tiempos en que se reivindican convivencias pretéritas puede servir de advertencia, quizá involuntaria: en el pasado no se pueden encontrar paraísos perdidos a los que volver, sino realidades conflictivas que a algunos individuos concretos, por sus circunstancias particulares, les podían parecer paradisíacas.

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