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Sí, se puede recuperar un hospital privatizado

Hospital de la Ribera, en Alzira.

Adolf Beltran

Hay una tendencia de cierta izquierda a ceder en sus objetivos cuando arrecia la presión de los poderes fácticos, a asumir el “realismo” de dejar las cosas como están e incluso a proclamar que es imposible hacer algo porque genera resistencia económica y empresarial.

A finales de los años noventa, la derecha, que suele carecer de esta clase de escrúpulos, lanzó desde el Gobierno valenciano un nuevo modelo de gestión de la sanidad basado en la colaboración público-privada. En realidad consistía en aplicar el esquema del capitalismo concesional para privatizar la gestión hospitalaria pública.

Hasta qué punto se trataba de una operación de manual de ese tipo de “capitalismo sin riesgo”, cuyo mecanismo un economista como Antón Costas no ha dudado en comparar con el de una “sanguijuela”, viene reflejado por el hecho de que el nuevo hospital de Alzira fue otorgado a una empresa creada ex profeso, Ribera Salud, en la que se implicó desde instancias políticas a las cajas de ahorros, que fueron las que financiaron el asunto.

Al comprobar que el negocio era ruinoso, la Generalitat Valenciana salió en ayuda de la concesionaria, le compró en 2002 el hospital por 43,9 millones de euros, le pagó un lucro cesante inexistente de 26,3 millones y convocó otro concurso en el que le adjudicó la asistencia primaria de todo el departamento de salud, además de arreglarle el precio por habitante.

El impulsor del modelo Alzira, Eduardo Zaplana, lo vendió como una innovación exportable a toda España, pero dos décadas después solo se ha implantado en cinco departamentos de salud valencianos durante los años de gobierno del PP. En Madrid, el intento de una privatización generalizada se estrelló estrepitosamente contra los tribunales hace unos años y las fórmulas de gestión privada implantadas se caracterizan por la “selección de riesgos”, o sea la derivación a hospitales públicos de los enfermos más costosos, por la falta de control y la opacidad económica.

El PP y todo el aparato mediático en el que se apoya Ribera Salud han acusado reiteradamente a la consellera de Sanidad Universal y Salud Pública, la socialista Carmen Montón, de actuar por “ideología” al llevar a cabo una medida suscrita por las formaciones del Pacto del Botánico (PSPV-PSOE, Compromís y Podemos) como la recuperación del hospital de Alzira al acabar el plazo de su concesión.

Como si la introducción de un negocio cautivo en la sanidad pública para beneficiar a los amigos (Alberto de Rosa, el director general de la concesionaria, pertenece a una familia “pata negra” de la derecha valenciana y ha llegado a concurrir en una lista local del PP en Sueca siendo ya la cabeza visible de Ribera Salud) fuera una acción ecuánime, angelicalmente ajena a intereses concretos.

El 1 de abril, la Generalitat Valenciana tomará en Alzira el control del primer hospital privatizado. Será algo más que un acto simbólico. A lo largo de 15 años, la Sanidad valenciana ha pagado más de 2.000 millones al hospital de la Ribera y destina anualmente 696 millones de euros a esas cinco concesiones, que actúan sobre casi el 20% de la población, puestas en manos de una supuesta eficiencia privada con la que hace negocio sobre todo una empresa, en un fenómeno de “captura del regulador” que ha convertido a Ribera Salud (hoy participada por la norteamericana Centene y sin las cajas, que naufragaron por el camino) en el principal proveedor de la Administración autonómica.

La sanidad valenciana en manos de la izquierda no es alérgica a la colaboración público-privada, como lo demuestra el hecho de que destina 185 millones anuales a prestaciones concertadas, pero parte del criterio de que la privatización de unos determinados hospitales y departamentos condiciona al resto del sistema, la equidad del servicio y su planificación ordenada.

El traspaso de la gestión del hospital de Alzira se produce a cara de perro, con un alud de recursos ante los tribunales y poca colaboración de la empresa. El lobby privatizador augura grandes desastres con la maniobra. Un tipo de profecía que siempre hace temblar el pulso a cierto sector de la izquierda. Sin embargo, esta vez a los mandos hay un equipo político que sigue aquel consejo de Theodore Roosevelt cuando aseguraba que es duro fallar, pero es todavía peor no haber intentado nada.

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