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Cuando Mesonero Romanos y la sociedad biempensante madrileña repudiaban las fiestas de San Antón

Un devoto de San Antón acude a la bendición de 1994 con su cerdo

Luis de la Cruz

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Otro año más, llega el 17 de enero (día de San Antonio Abad) para hacer olvidar la resaca navideña y, cosas de la modernidad, el ambiente plomizo del Blue Monday (que dicen es el más triste de los días, cualquier sabe). San Antón en el centro de Madrid es sinónimo de las fiestas del mismo nombre, alrededor de la parroquia dedicada al santo en la calle de Hortaleza. Con todo un programa de actividades que tiene a los animales en el centro, su bendición y las peculiares Vueltas de San Antón, en las que las mascotas recorrerán el barrio a partir de las cinco de la tarde.

La costumbre de celebrar a San Antonio Abad hunde sus raíces en el medievo, pero no hay tradición que no se deba leer desde la propia contemporaneidad en la que opera, por lo que hay que advertir que la fiesta ha pasado por diferentes etapas. El origen del San Antón madrileño es una romería con fiesta grotesca del siglo XVI, en la que los porqueros elegían al “rey de los cerdos” –el animal se asocia al santo–, al que disfrazaban de San Antón y lo montaban sobre el cerdo ganador de las carreras festivas que tenían lugar. Ya en esta época, los porqueros acudían a la iglesia, exigían que se bendijera a los puercos y se les dieran los panes del santo.

Durante los siglos siguientes, la irrupción de los animales en la ciudad choca con el desarrollo de la urbe, siendo desplazada a las afueras y prohibida en diferentes momentos. En cualquier caso, la celebración intermitente sigue siendo una romería hasta el siglo XX, cuando el espíritu burlesco de San Antón –al que le nació el pregón durante el franquismo– se adivinaba por la rocambolesca participación de los animales de los circos que en ese momento programaban actuaciones en la ciudad. En los años sesenta las vueltas se suspendieron por el tráfico y, a principios de los ochenta, fueron recuperadas por el ayuntamiento de Tierno Galván.

Pese a su asociación con el santoral católico, la fiesta arrastra un espíritu carnavalesco que ha sido mal visto históricamente por distintas versiones de las sucesivas sociedades biempensantes.

Encontramos un buen ejemplo de ello en Mesonero Romanos, cronista de la Villa y del viejo Madrid por excelencia. En Tipos y caracteres. Bocetos de cuadros de costumbres, El Curioso Parlante hacía una descripción de la fiesta que, si bien leída hoy podría incitar a sumergirse en su ambiente popular, adjetivaba de “bárbara” y “estrambótica”:

Consiste esta costumbre en sacar muy enjaezadas las caballerías a pretexto de conducirlas a probar la cebada bendita suministrada por los padres escolapios de San Antón; y como ellas no van solas, sino montadas por sendos jinetes, y estos en vez de cebada, usan por la misericordia divina de otros alimentos más espirituosos, de aquí la necesidad de que la tal carrera dé las vueltas se halle cubierta de tiendas y puestos improvisados con todo género de mendrugos y guijarros de colores, bautizados con el nombre de Panecillos del Santo; toda clase de líquidos más o menos inocentes, decorados con los epítetos de vino manchego, rosolis y anisetes; así como también que los pedestres bípedos de todos los sexos posibles que encierran en su seno los fecundos barrios de Lavapies, el Rastro, y Maravillas, se trasladen en tal día a la angosta y prolongada calle de Hortaleza, para servir de primer término a aquel estrambótico cuadro, de objeto a aquella algazara, de blanco de aquellos tiros, coces, y saludos; de coro en fin digno de aquella rueda infernal de coro en fin digno de aquella rueda infernal.—Por fortuna las luces del siglo han eliminado de ella el paseo de los cerdos, que (sea dicho con perdón) constituían en el pasado cierto privilegio de los padres de San Antón, y que no solo este día, sino todos los del año inundaban, ensuciaban y ensordecían las calles de la villa; de ellos solo hemos alcanzado a ver en nuestros tiempos el individuo u ejemplar que se rifa en la Puerta del Sol a beneficio de la Inclusa, y conocido aun con el nombre de El cochino de San Antón”.

La consideración de las fiestas populares como una costumbre detestable y atávica era común al resto de la sociedad burguesa de la época, como queda reflejado en la prensa del momento. Un ejemplo, como podrían ser muchos otros: el número del 21 de enero de La Semana (periódico pintoresco universal) se refería así a las festividades populares en Madrid, que incluían esperar a los Reyes, el entierro de la sardina, San Juan, las distintas verbenas…y las vueltas de San Antón. En el artículo se dice, de forma extensible a todas ellas, que “en efecto, no hay nada tan vulgar y tan bajo, no hay nada tan absurdo y tan ridículo, no hay nada que por su carácter y tendencias se acerque tanto a las célebres bacanales antiguas, como las festividades populares de Madrid”.

Contra la cencerrada, el bullicio de la plebe y, en definitiva, la celebración incontrolada, fueron surgiendo ordenanzas municipales y otras reglamentaciones que les ponían coto. Es el caso del proyecto de ordenanza de policía urbana y rural para la villa de Madrid y su término, presentado en 1947 por el mismo Mesonero Romanos, que prohibía “juntarse en pandillas para de músicas o turbar”, entre otras manifestaciones de la fiesta popular. Mesonero fue concejal del Ayuntamiento entre 1845 y 1850, y sus aportaciones más decisivas fueron su propuesta de ordenación de la ciudad de 1946, titulada Proyecto de mejoras generales, y las ordenanzas, que rigieron durante muchos años.

El rechazo de los cerdos o los caballos de los coches de punto, campando a sus anchas cada 17 de enero por las calles de la capital, tenía en el siglo XIX un punto de metáfora de la disolución de lo urbano que las élites hacían extensiva a las risotadas altisonantes en las celebraciones de las clases populares. Una romería bufa abrazada al santoral católico que hoy en día, organizada por la propia municipalidad (con los animales de la policía municipal al frente) y un tanto venida a menos, sigue sirviendo de bocinazo para desperezarse de la atonía de enero. Camino del carnaval.

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