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52 días de viaje submarino

Eleonor enfoca la vista en una pequeña pantalla. / E. C.

Elena Cabrera

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He comprobado que las floristerías son uno de esos negocios que han funcionado bien en el confinamiento. Cuando mis amigas me mandaron un ramo en el día de mi cumpleaños, lo trajo un empleado del negocio junto con una nota que explicaba las medidas de higiene que se habían tomado para realizarlo y que, además, agradecía que se estuvieran utilizando sus servicios de envío a domicilio, porque esos pedidos les permitían salir adelante. No eran las flores más frescas del mundo, pero eran preciosas y me emocionaron mucho. Este domingo, por el día de la madre, Alberto intentó mandarle un ramo a la suya y no le fue posible, tuvo que anticipar el regalo un día para que le aceptaran el encargo.

Tengo la sensación de que, en estos dos o tres días, la vida se apresura y los acontecimientos se agolpan. De repente, hace buen tiempo y ya no nos ponemos la chaqueta en casa. Las ventanas están abiertas todo el día y puedo sentarme a leer en el balcón sin arroparme con una manta. Ayer, cuando dieron las ocho, tuve la impresión de que se habían abierto unas compuertas y nuestro pasaje peatonal alcanzó, en cuestión de minutos, un nivel de bullicio que no ha tenido nunca. Mis vecinos de arriba habían mandado a las dj toda una lista de peticiones de canciones pop de los ochenta y la mayoría de paseantes de andares rápidos (o corredores de lentitud) las celebraban al pasar. Percibo que hay ganas de que todo se acelere.

Del otro lado de mi casa, por las ventanas que dan a la calle, vemos a pocos metros de distancia un edificio en obras del que he hablado aquí en más de una ocasión. A estas alturas de los trabajos de reforma ya no queda prácticamente nada que extraer de él. A través de lo que fueron ventanas y ahora no son más que vanos, veo el interior arrasado, sin tabiques ni escombros. Tan solo los pilares esenciales quedan en pie. Ha dado todo lo que tenía de sí y yo me siento un poco igual: no tengo nada más para sacar. Estoy eviscerada. No sucede nada nuevo. La historia pide salir de casa y mirar a lo lejos. Dicen los oftalmólogos que somos más miopes en las ciudades porque no tenemos horizonte que enfocar y advierten de que los niños, durante el confinamiento, pueden ganar dioptrías.

Mis grupos de WhatsApp se llenan de fotos de familiares a los que solo se les ven los ojos, siempre en localizaciones de exterior. Son como una prueba de vida pero al revés, como las fotos de secuestrados en un interior indeterminado que muestran un periódico del día. Todas estas imágenes que estoy recibiendo son una fe de la existencia más allá del confinamiento. Veo campo, veo la Torre de Hércules, veo cielo, veo mar, y mirando las fotografías en la pantalla del móvil me creo que enfoco horizontes y pierdo dioptrías.

Comprar con mascarilla es como comprar debajo del mar, le escucho decir a Juan José Millás en la radio. El otro día vimos en casa 20.000 leguas de viaje submarino. Tenía un recuerdo maravilloso de ella y algo en el confinamiento me hacía recordar al Nautilus. No recordaba las aproximaciones racistas, imperialistas y machistas ni tampoco que los interiores del submarino del capitán Nemo, mis memorias más preciadas de la película, ocupasen tan poco metraje. Habrá quien se identifique con el bravucón arponero interpretado por Kirk Douglas y quien se sienta más cercano al científico que se deja tentar por lo desconocido, el profesor Aronnax. Pero yo quiero ser el capitán antisistema encarnado por James Mason, que está tenazmente decidido a no regresar al mundo exterior, vive sin necesitar nada de tierra firme y muere con su extraordinaria creación, hundido bajo las aguas.

En el día de hoy me he dado cuenta de que la avalancha que presencié ayer a las ocho de la tarde fue una falsa alarma, cosas del primer día, de la ansiedad, de las ganas por emerger. Hoy han salido paseantes pero apenas un tercio del día anterior, según el impreciso análisis de periodismo de datos que me marco desde mi ventana. Desde su preciosa terraza llena de plantas, una vecina del portal de al lado, después de pedir el primero de mayo que las chicas le pusieran La canción del trabajo de Raphael, nos dijo que ese día no iba a salir, y que al día siguiente, tampoco, y que al siguiente, tampoco y, al siguiente, empezaría a pensárselo. No le veía la cara, pertrechada tras su frondosa vegetación, pero la imaginé con barba, jersey blanco de cuello vuelto, chaqueta azul y gorro de capitán, asegurando que en su mundo tiene todo lo que necesita, sin ninguna prisa por volver a lo que los demás llamamos mundo real.

Ahora pienso en los marineros del Nautilus, que se visten con sus pesados trajes de buzo y sus exageradas escafandras para salir a lo que ellos llaman calle: el fondo submarino. Nosotros igual, con nuestras mascarillas higiénicas, FFP1, FFP2 o FFP3, salimos a ese mundo que nos es fascinante por parecer nuevo y nos cuesta aprender a respirar en él. En la película basada en la novela de Julio Verne, Nemo muere por un disparo que recibe del exterior, de ese mundo que él rechazaba por violento, poco civilizado y excesivamente rígido para asumir los avances científicos, en el transcurso de una incursión para conseguir aprovisionamiento.

Hoy Eleonor no quiso acompañar a Alberto para ir a comprar el pan porque le molestaba la mascarilla. Le ofrecimos salir sin ella pero su enfado no tenía marcha atrás y se negó a salir a la calle. Se quitó con furia los zapatos que se había puesto y se dejó caer ruidosamente sobre el sofá. Lo que en realidad le molestaba era el mundo exterior.

Se han confirmado 217.466 casos de coronavirus por PCR en España. En Europa, 1.498.614 y en el mundo, 3.272.202.

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