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Sobre este blog

Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.

Somos la última generación que creció sin internet

Fotografía de archivo fechada el 8 de noviembre de 2017 que muestra la aplicación del servicio de mensajería por internet Telegram en un teléfono móvil en Kaarst, Alemania.

Iker Armentia

Cuando en julio de 1998 entré por primera vez en las instalaciones de la Cadena Ser en Vitoria, la redacción sonaba como el periódico de 'Primera Plana' de Billy Wilder. El tintineo de las máquinas de escribir marcaba el tempo del día. Si no se escuchaba el abrupto teclear de esas olivettis antiguas significaba que era muy pronto o muy tarde. Que recuerde solo contábamos con una máquina electrónica, era la de Estibaliz Ruiz de Azua, ahora presentadora de telediarios en ETB. E Isabel Cobo tenía el privilegio de tener en su mesa el único ordenador de la redacción. Un ordenador con una pantalla negra en la que aparecían letras verdes con el que fantaseaba poder hackear un ataque nuclear como en 'Juegos de Guerra'. Pero servía para acceder a los guiones de Bilbao y Madrid y poco más, que ya era bastante.

Cuando llegaba el agobio porque se acercaba el informativo Hora 14, el ruido era apreciable: las barras de metal de las máquinas de escribir no paraban de chocar contra el papel, la máquina de EFE escupía teletipos, de fondo se escuchaba la radio pirata que usábamos para espiar a la policía y, en general, la gente gritaba bastante para quererse y abroncarse a partes iguales.

Los informativos se escribían del tirón. No como ahora que vas montando un puzzle a medida que avanza la mañana. Recopilabas la información, sacabas los cortes de voz en cinta abierta -esa especie de confeti marrón enlazado que hacía imposible borrar la carraspera de los políticos-, y cuando ya lo tenías todo te ponías a darle a la tecla como Hemingway pero sentado y con ropa. Quizás por esa razón un informativo de radio era como una pequeña novela de actualidad, en la que todo era armónico y estaba milagrosamente relacionado: desde las obras en una calle hasta un robo en un banco, pasando por la última actuación del Festival de Jazz. Ahora los informativos son a veces una sucesión de noticias que parecen vivir de espaldas unas a otras. Miguel Ángel Rodríguez era un mago en contar así la vida de la ciudad.

Poco a poco todo eso fue desapareciendo. Bueno, todavía hoy seguimos metiendo bulla como entonces, pero llegaron -tarde, por cierto- los ordenadores y luego las grabadoras digitales (ya no teníamos que cargar con los pesados Marantz que te provocaban una tendinitis cuando te tocaba hacer un 'canutazo' de Arzallus en un pequeño pueblo de Álava un domingo cualquiera). Y más tarde llegaría el acceso a internet. Y todo cambió para siempre.

Fue en esa época, a finales de los noventa si la memoria no me falla, cuando la vida empezó a dejar de ser como solía sin que nos diéramos cuenta. El acceso a internet se abría paso pero si querías entrar a buscar algo en Altavista tenías que decirle a tu hermano que colgara ya el teléfono de casa. Los primeros teléfonos móviles que aparecerían después eran unos mamotretos que apenas cabían en los bolsillos de los Levis apretados que estaban de moda. Ligar no era tan fácil como hoy en día. No existía Whatsapp y cuando llamabas al teléfono fijo de la chica que te gustaba, te cogía su padre: “¿Y tú quién eres?”.

Cuando salías de marcha, no tenías móvil, y si te perdías de tus amigos, deambulabas por los bares buscándolos pero encontrando aventuras extrañas que no estaban en el guion. Para no aburrirnos mientras estábamos perdiendo el tiempo en un parque no disponíamos de los vídeos de Youtube. Comíamos pipas. La vida se pasaba entre familiares, amigos y conocidos. No existían los likes ni amigos de Facebook que prefieres no cruzarte por la calle.

Entonces no nos preocupaba la privacidad porque, por lo general, la privacidad no estaba en peligro. Cometías errores pero no terminaban en los móviles de desconocidos. Sin redes sociales, nuestra adolescencia y juventud sólo puede ser recordada en reuniones de viejos colegas. No hay buscador que nos recuerde. Es una suerte que no existieran ni Instagram, ni Facebook ni Twitter ni nada de eso y que nuestro pasado gamberro e inmaduro se haya perdido como lágrimas en la lluvia. Ahora todo es susceptible de convertirse en una story y da miedo pensar qué será de los nativos digitales cuando con 40 años les saquen a relucir las vergüencillas que tienen circulando por ahí.

En aquellos tiempos preinternet, veíamos hasta el final las películas que habíamos alquilado en el videoclub. Ahora no tengo tanta paciencia y me vuelvo tarumba hasta que encuentro algo en Netflix. Y leer un libro no requería un esfuerzo mental excesivo. Podías darle una oportunidad de 80 páginas. Ahora ya sólo leo tranquilo en vacaciones.

Entonces no teníamos un teléfono móvil incrustado en el cerebro y no padecíamos esa marabunta de estímulos digitales -las malditas notificaciones del whatsapp y miles de interrupciones más- a las que ahora estamos expuestos. La vida era más lenta, más abarcable, menos fragmentada y estresante. Y no teníamos que fingir lo que no eramos, como ahora en Twitter o Facebook, o si lo hacíamos -que es verdad que lo hacíamos- no lo era con la presión del filtro adecuado para una vida feliz adecuada.

“¿Qué echas de menos de los noventa?”, le preguntaron un día en El País a Noel Gallagher, el de Oasis. “Eran libres, abiertos. No había internet ni móviles, solo tú, tus pensamientos y la música. Internet es lo peor que le ha pasado nunca al mundo. Difunde el terrorismo, el odio, la violencia, la guerra, la pedofilia. Todo antes de internet era mágico, todo después ha sido un desastre”. Bueno, es un Gallagher soltando una de las suyas, aunque no es el más bruto de los dos hermanos, pero una de cada diez mañanas me levanto más o menos así. Las otras nueve mañanas, internet me sigue pareciendo una criatura maravillosa.

El pasado Festival de Cine de San Sebastián disfruté viendo 'Roma' de Alfonso Cuarón en el Teatro Victoria Eugenia. Me tocó sentarme en el segundo anfiteatro y desde allí observé luciérnagas revoloteando en la oscuridad del patio de butacas. Eran los móviles que algunos espectadores encendían para consultar con ansiosa naturalidad si tenían alguna novedad esperando en sus aparatos. Ese gesto involuntario que hacemos decenas de veces -quizás centenares- al día. Y que una película con una narrativa clásica como 'Roma' no puede combatir.

En ese mismo Festival nos cruzamos con Carlos Pumares y charlamos con él un rato. Pumares es un viejo periodista de cine que tenía un extraordinario programa de radio llamado 'Polvo de Estrellas'. La dinámica era sencilla: la gente le preguntaba por tal y cual película y él soltaba su opinión. Era un tipo especial que podía chillar a las dos de la madrugada que 'Robocop' le parecía una mierda. Hacía los mejores monográficos que se han radiado nunca sobre '2001' de Kubrick. No existía Google, así que muchos oyentes le llamaban para que les ayudara a descubrir el título de una película que habían visto hace tiempo y no recordaban. “Es que hace años vi una peli que sale Robert Reford en una cárcel y quería...”, decía el oyente y sin que tuviera tiempo a terminar la frase, Pumares le respondía: “Es Brubaker, es Brubaker”.

Podría escribir sobre las bondades que ha traído internet a nuestras vidas y a mi profesión en concreto, que las son y muchas, pero aquí hemos venido a emborracharnos de nostalgia demagoga, y será eso o que me estoy haciendo viejo, pero prefiero la calidez de escuchar a Pumares con un auricular en la cama que la facilidad sobria de buscar en IMDb cuántas películas ha escrito David Mamet.

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Iker Armentia es periodista. Desde 1998 contando historias en la Cadena Ser. Especializado en mirar bajo las alfombras, destapó el escándalo de las 'preferentes vascas' y ha investigado sobre el fracking. Ha colaborado con El País y realizado reportajes en Bolivia, Argentina y el Sahara, entre otros lugares del mundo. En la actualidad trabaja en los servicios informativos de la Cadena Ser en Euskadi. Es adicto a Twitter. En este blog publica una columna de opinión los sábados.

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