Rodea el CGPJ
Para la próxima convocatoria, en vez de rodear el Congreso yo propondría el rodeo de la sede del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Tanto si se quiere escenificar el rescate de la democracia, como si se pretende apuntar al Poder con mayúscula, el sitio al que acudir no es el devaluado hemiciclo de la Carrera de San Jerónimo, sino más bien el edificio noble de Marques de la Ensenada. Su salón de plenos es por donde pasará buena parte del futuro inmediato de este país.
Basta echar un vistazo a todos los frentes abiertos hoy: lo que tienen en común es que todos tienen una citación judicial para fechas próximas. Los casos de corrupción (Bárcenas, Gürtel, ERE, Urdangarín y señora, etc), el saqueo económico (las preferentes, las cajas de ahorro), las privatizaciones, los desahucios, y por supuesto la represión de la protesta, tras el endurecimiento de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana.
La actualidad se escribe en prosa judicial desde hace tiempo, y cada vez lo será más. En manos de jueces está que se abran investigaciones, que se archiven casos, que haya condenas, y después los recursos en los sucesivos escalones: audiencias provinciales, tribunales superiores, Supremo, Constitucional.
Por eso cuando mañana los veinte nuevos vocales del CGPJ juren ante el rey, se habrá consumado un nuevo “atado y bien atado”, cuyas consecuencias alcanzarán muchos años, incluso más allá de un hipotético cambio de gobierno en próximas elecciones (pues alterarlo necesitará otra mayoría cualificada en Congreso y Senado como la actual).
Aunque por desconocimiento creamos que el CGPJ no va con nosotros, que es una cosa viejuna de jueces con toga y puñetas, su poder es enorme. Basta ver cuáles son sus funciones, sobre todo en lo que se refiere a nombramientos. Por sus manos pasan los miembros del Tribunal Supremo, pero también los presidentes de salas de los Tribunales Superiores y Audiencias Provinciales, que no son cualquier cosa. Además de controlar el régimen reglamentario de los jueces (que permite sancionar o apartar a los jueces díscolos).
Como en toda gran ocasión que se precie, PP y PSOE han ido de la mano para renovar el órgano de gobierno de los jueces, repartiéndose por cuotas los sillones y asegurando miembros afines y de lealtad garantizada. La politización de la institución no es nueva, pero todas las asociaciones de jueces coinciden en que nunca tanto como ahora. El ministro Gallardón preparó la jugada a su medida, y después los dos partidos pactaron no pisarse la manguera. Es decir, no vetar a ningún candidato, pese a que algunos sean tan impresentables como el madrileño Martínez Tristán. Al acuerdo le han dado colorido otros grupos, a cambio de una silla que vale poco ante la mayoría sólida que tendrá el PP (que podrá decidir la elección del presidente del CGPJ, que lo será también del Supremo).
Es muy coherente que el pacto por el que los dos grandes partidos sistémicos se blindan en lo judicial quede formalizado en la semana de celebración de la Constitución. El reparto del Poder Judicial está en la mejor tradición de esta democracia, que se fundó, no lo olvidemos, sobre un “atado y bien atado” que en ningún ámbito fue tan férreo como en el judicial, donde la impunidad del régimen quedó garantizada en una continuidad vestida de toga.
El acuerdo actual, que facilita al PP la mayor concentración de poder que hemos conocido en esta democracia (pues suma el judicial al control que ya tiene de otros órganos e instituciones), puede leerse en la misma clave de impunidad. Cuando todo un sistema político y económico parece abocado tarde o temprano al banquillo, el poder judicial se convierte en el Poder.