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Gasolina para la furia agraria

Decenas de tractores en la Avenida Jaume I de Girona, este martes.
6 de febrero de 2024 23:17 h

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En España hay tres organizaciones agrarias mayoritarias (que no son sindicatos, sino representantes de empresas de diferente tamaño). Dos son más progresistas (UPA y COAG) y una es más de derechas (Asaja). Las tres están de acuerdo en el diagnóstico de los males del campo –manga ancha con productos extracomunitarios, burocracia y cambio de paradigma ambiental que perjudica a los pequeños, producción a pérdidas mientras otros se lucran–. Que estén de acuerdo no es un milagro, es un síntoma. También están las tres de acuerdo en que hay que hacer protestas este mes de febrero porque piensan, y tienen razón, que solo se les escucha cuando sacan al asfalto sus tractores y cortan carreteras. O chupan asfalto o no chupan minutos de telediario. Lo intentaron en 2020, cuando colocaron en la agenda sus reivindicaciones, pero se volvieron invisibles porque llegó la pandemia. 

Una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, y la de producción alimentaria no ha logrado poner freno real a quienes abusan de la necesidad de vender alimentos perecederos. Si no se venden en cierto momento, se pudren. Reducir la burocracia puede ser necesario, aunque no es lo mismo el papeleo para un cooperativista que para el asesor fiscal de la Casa de Alba, mucho más aventajado a la hora de captar nuevas ayudas verdes, donde los pequeños vuelven a estar en desventaja. El campo es poliédrico. Poner aranceles a productos extranjeros se plantea como otra medida, pero tiene como obstáculo el libre mercado y los intereses cruzados de los países de la UE (el textil español, por ejemplo, hace años que perdió esa batalla). Atacar el problema no es fácil, pero con un debate sereno y matizado que no debe aplazarse más, Europa y los gobiernos que la conforman tienen la obligación de encontrar puntos de encuentro para que la producción alimentaria sea más justa. Von der Leyen ha dado este martes alguna muestra de reacción.

En este río revuelto, que deja imágenes de gran potencia plástica y apela a un colectivo necesitado de atención, aparecen cada día en teles y redes mesías vegetales que profetizan el ensañamiento de “los tecnócratas” de Bruselas contra los intereses de los españoles honrados de verdad. Hablan de una guerra de las ciudades contra el campo, culpan a la Agenda 2030 –con sus 169 objetivos– de casi todos los males, a la progresía o a las ecodictaduras. Auguran ruinas, batallas y despensas vacías haciendo un paradigma de los urbanitas contra los rurales y la rebelión de los últimos. Hacen política y ajuste de cuentas ideológico, pese a que en la gestión agraria entran desde las comunidades autónomas con su distinto color hasta la Unión Europea.

Entre el difícil dilema de elegir el campo u otras cosas, los agricultores tienen la sensación de que llevamos tiempo eligiendo otras cosas (no molestar a los fuertes de la cadena, no romper la seguridad jurídica, no entorpecer los intereses comerciales y políticos con otros países). Sin embargo, las convocatorias supuestamente espontáneas, la conexión de los lemas más radicales con el negacionismo climático, algunos líderes ultra encabezando, instrumentalizando y simplificando una protesta variada, diversa y profunda no va a ayudar, sino a contribuir a que –después de tirarnos a la cabeza leyes, jueces y fiscales– nos tiremos las frutas y las legumbres. Hay espacio para dialogar y mejorar de manera inmediata las condiciones, siempre que el ruido de los más interesados en hacer una enmienda a la totalidad a España, Bruselas o las políticas verdes no ensordezcan y arrastren a la furia sin pragmatismo al campo, utilizando una inflación de siempres y nuncas. Hay unas elecciones decisivas en cuatro meses en el corazón de Europa, que debe reaccionar ya y no dejar que tomen las riendas los más extremistas.

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