Podemos va a ajustar las cuentas con su pasado
De puertas afuera, la dirección del partido Podemos jamás ha dado su versión de por qué se perdió aquel millón de votantes que todas las encuestas le daban por seguros en las elecciones de junio de 2016. De puertas adentro ese dato ha convulsionado la organización desde el momento mismo en que se conoció y, aunque nadie lo explicite, cuando menos públicamente, es el argumento que sostiene los enfrentamientos que ahora han colocado a Podemos al borde del abismo. Como era lógico que ocurriera. Porque fue un hecho demasiado contundente como para que ningún acuerdo para ocultarlo lo hiciera desaparecer.
Aunque seguramente algunas tensiones venían de antes, la terrible decepción del 26-J provocó reacciones durísimas. Ninguna de ellas salió a la luz pública, cuando menos en su forma original sino tan matizadas que las convertían en inocuas. Pero en aquellos días del inicio del verano quien tuvo la oportunidad de hablar en privado con algunos dirigentes y cuadros de Podemos pudo escuchar que pedían sin más dilación la cabeza de Pablo Iglesias y añadían que era urgente cambiar de líder si la organización quería sobrevivir. Que la culpa de aquel desaguisado la tenían él y sus gentes, su estrategia y la manera dictatorial en que la había aplicado, sin tener en cuenta las opiniones disidentes al respecto. Y lindezas de toda suerte contra la figura del secretario general.
Dos eran los argumentos en que se apoyaban esos críticos airados. Uno era la negativa tajante a dar la mínima oportunidad a Pedro Sánchez o lo que era lo mismo, la oposición a cualquier posibilidad de pacto con el PSOE. El otro era el pacto con Izquierda Unida. Ambos respondían a una misma orientación estratégica que los críticos cuestionaban. Bien es cierto que sin ofrecer una alternativa consistente, más allá de la manida “transversalidad”, de la necesidad de abrirse a sectores que para nada se sentían atraídos por los planteamientos de la izquierda radical que Pablo Iglesias parecía haber abrazado. O que los rechazaban abiertamente por motivos de todo tipo.
Uno de ellos, seguramente no el menos frecuente, era que no pocos de esos electores, o que podían serlo, habían votado anteriormente al PSOE y que por mucho que rechazaran ahora a ese partido no podían ahora aprobar que Podemos caminase ahora de la mano de Izquierda Unida, a cuyos planteamientos e historia también se oponían. Un argumento similar, aunque con más fuerza, se podían aplicar a una parte de quienes procedían de otros ambientes políticos, incluidos los de la izquierda tradicionalmente abstencionista.
Aunque en los intensos meses que se sucedieron entre las elecciones de diciembre de 2015 y junio de 2016 casi nada de ello traslució ante la opinión pública, la actitud de Pablo Iglesias ante la posibilidad de acordar un gobierno con Pedro Sánchez provocó bastante debate interno en Podemos. Es difícil saber hasta qué punto llegó formalmente hasta la más alta dirección, es decir, fue objeto de una discusión abierta. Pero es seguro que algunos dirigentes criticaron en privado la opción tajante de Iglesias y la manera en que el secretario general condujo el asunto.
Cuando se vio cómo los poderes fuertes del PSOE se deshicieron de Pedro Sánchez porque este podía tener la tentación de pactar con Podemos, y sobre todo con los independentistas catalanes, ese debate dejó de ser importante en el plano estratégico. Porque todo parece indicar que ese gobierno habría sido imposible por mucho que Iglesias hubiera actuado de otra manera o que habría durado lo que un pastel a la puerta de un colegio. Pero no perdió su validez a la hora de entender por qué un millón de personas que se suponía que iban a votar a Podemos al final no lo hicieron. Y ese era el trauma que conmovía a la organización.
Tras el verano llegaron los primeros indicios de un malestar interno, de la disensión con Pablo Iglesias. Estas no han dejado de intensificarse hasta llegar a un punto en el que no se puede descartar su dimisión o una ruptura abierta, en dos o más pedazos, en Vistalegre 2. Un congreso que, con siete meses de retraso, va a afrontar, se diga abiertamente o no, las causas del fracaso del 26-J. Y ese va a ser el eje del debate.
Pero hasta ahora la pelea interna ha presentado unos rasgos que no dejan de ser paradójicos, pero que pueden servir para valorar el momento real en que se encuentra la organización, para vislumbrar sus límites y también sus incertidumbres de cara al futuro.
Uno es la falta de argumentos concretos por parte de todos los que protagonizan el debate. La pelea se libra a base eslóganes que pueden entenderse de muy distintas maneras, según cuál sea la actitud previa de quien los escucha. Los dirigentes de Podemos, tanto Pablo Iglesias como Íñigo Errejón o los jefes de fila del sector anticapitalista, parecen incapaces de trascender el lenguaje electoralista, el de la frase contundente que lo resume todo, pero que dice muy poco.
Otro, seguramente muy vinculado a lo anterior, es que las posiciones de los dos sectores principales del enfrentamiento –el tradicional programa de “izquierda revolucionaria” de los anticapitalistas es más concreto– no se apoyan en contenidos programáticos específicos. Ni en los objetivos que unos y otros pretenden alcanzar a corto, medio y largo plazo, ni en la estrategia política que se prevé para alcanzarlos. Más allá de lo que ha hecho y sigue haciendo el PP, ahora con el apoyo del PSOE, Podemos sigue careciendo de un programa. Y lo que podría decidir Errejón respecto al pacto con Izquierda Unida, las relaciones con el PSOE o ante el derecho a decidir es una incógnita.
Siendo previsible que Iglesias mantendría sus actuales posiciones si fuera él el vencedor de la contienda, ninguno de los dos rivales ha hecho propuestas concretas sobre cómo Podemos puede mejorar sus posiciones en unas futuras elecciones o, en todo caso, no perder votos. Eso queda pendiente de cómo termine Vistalegre 2. Una vez más.
Pero, con todo, lo más paradójico del actual debate es que los críticos de Iglesias no cuestionen su permanencia como secretario general. A lo sumo pretenden recortar sus poderes, evitar que vuelva a tener las manos libres para imponer sus decisiones estratégicas, o para cargarse una dirección local supuestamente díscola. Más allá de eso, es intocable. Por una sencilla razón: Pablo Iglesias es el icono electoral de Podemos y Errejón, por muy brillante que sea, sabe que no puede sustituirle en ese terreno. Ese es el argumento de fuerza del secretario general y lo está utilizando sin recato en las últimas semanas.
Pero es también la gran debilidad de Podemos. Porque ésta es una organización que carece de una estructura suficientemente asentada en la estructura social, a diferencia del PSOE y del PP, y cuyo gran activo, al menos lo era hasta hace poco, es su capacidad de convocatoria electoral, que debe mucho al gran atractivo mediático de Iglesias. ¿Pero en qué quedaría esa fuerza si un día, tras el congreso de este fin de semana o más adelante, que su deterioro podría concretarse sólo dentro de un tiempo, éste abandona la escena?