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Primeras necesidades

Niños en el barrio de la UVA de Vallecas, ca. 1960 / Fuente: Memoria Madrid

Silvia Nanclares

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Busco por toda la casa un cuaderno. Sin éxito. Se me ha terminado el mío, después de escribir hasta en las guardas y las tapas. ¿Y ahora qué? Hay folios. No es lo mismo. Necesito un buen fajo de hojas encuadernadas donde escribir a mano y darme cuenta de que pasan los días. Tengo la letra enorme y no me cunden las libretitas para divagar. Para hablar conmigo misma. A veces es mi único espacio de soledad en esta casa. Me dice J. que en Carrefour hay cuadernos. Pero me da miedo salir a la calle por eso, hasta ahí llega mi nivel de indefensión aprendida. Tengo miedo de la Policía. Aunque por este barrio está más ocupada haciendo redadas racistas que chequeando si las vecinas salen a por algo esencial o no. ¿Cómo le explico que para mí un cuaderno lo es? ¿Pero qué se habrá creído esta señora?

Aun así, me calzo las botas. Hoy me toca la compra a mí. Vivo con extrañamiento el acto de atarme los cordones, el abrigo y el bolso. Paso a ver a Adoración, mi vecina, 89 años. Insiste en que entre en su casa y yo que no, que imposible, que no quiero ponerla en riesgo, que voy con el niño, además. Se ve que por más que racionalmente patalee, una parte de mí muy dócil ha interiorizado lo de los “pequeños y peligrosos vectores de contagio”. Pues si mi hijo es un vector, yo soy una derivada. Le recuerdo a Adoración que tiene mi teléfono, por si acaso, después de saber que una hija suya le ha llenado la despensa hasta reventar. Y que las vecinas de nuestro rellano, todas mayores, todas antiguas, se chequean diariamente. Me quedo más tranquila.

Ya en la calle. El olor dulzón a primavera que sale del parque tumba cualquier intento de simular que aquí no ha pasado nada. Me he echado al cuello una bufanda porque no tengo mascarilla pero sí miedo de las miradas reprobatorias de la gente. El niño parece también extasiado ante el tufo impertérrito a la pandemia del aire. Voy a una tiendita donde nos conocen. Y hablo con María, la dueña. María es la persona, más allá de mi micro familia, con quien más tiempo he hablado desde hace un mes largo sin una pantalla de por medio, sin vernos por duplicado a la vez que hablamos. Me atrevo. Oye, María, ¿tú no tendrás un cuaderno por ahí? Un cuaderno “de sobra”, como decíamos en el colegio. Yo te lo pago. María me dice que no, que lo siente. Y me muestra un montón de folios grabados lleno de pedidos garabateados con guantes.

Un día más sin cuaderno. Un día más sin parque, hijo. ¿Cuántas cosas “esenciales/no esenciales” estamos dejando de hacer cada cual, además de las evidentes –abrazarnos, trabajar? ¿Cuántas se nos están escapando? Emprendo el viaje de vuelta desde Gilead. Hoy me ha parecido sentir menos tensión. Supongo que la frenada de la curva de contagios ha destensado el rictus global. El niño va casi dormido en el carro. ¿A quién no le va a dejar traspuesto de gustirrinín este aire y este sol?

Al entrar por la puerta, me recibe J, emocionado, la radio a todo volumen, que a partir del 27 de abril habrá medidas “de alivio” para el confinamiento de “los más pequeños”, ha dicho Pedro. Aún queda una semana larga, pero es importante, aunque sea simbólicamente, que la primera medida de desconfinamiento sea para la infancia. Los chats de madres y padres empiezan a arder en el móvil. Yo, por mi parte, necesitaré varios cuadernos para comprender por qué han tardado tanto, porque hemos sido el único país que ha sacado este marcado discurso anti-infancia, que ha reaccionado despectiva y hasta agresivamente en ocasiones hacia un montón de voces que preguntábamos por qué y proponíamos medidas específicas y controladas desde hace semanas. De momento, comienza la cuenta atrás para catar el aire de la primavera sin sentirte un cazador furtivo mientras sacamos a las criaturas. Para conseguirlo y rellenar cuadernos, seguro que tendré que esperar más.

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