Viaje a lo desconocido
El domingo pasado, a las 17:56 horas, recibí la llamada. Al comienzo me resistí a contestar, porque no tenía registrado el número que aparecía en la pantalla del móvil. La vendedora de Vodafone suele contactarme por las mañanas, así que no podía ser ella. Ante la insistencia del llamante, finalmente respondí.
-Buenas tardes, le llamamos de la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid. ¿Es usted Marco Shu, Sha…? –dijo una voz femenina del otro lado de la línea, luchando contra mi apellido.
Me puse en guardia. He escuchado cientos de historias terroríficas de organizaciones que estafan a la gente por vía telefónica. ¿Estaría el gobierno de Ayuso buscando dinero para financiar la campaña del 4 de mayo? ¿Era quizá alguna otra banda suplantando a la administración madrileña? Con todas las cautelas del caso, contesté afirmativamente.
-Tiene una cita para el próximo día 30, a las 12:55, para vacunarse contra la Covid -me soltó mi interlocutora.
Quedé petrificado. Sabía que ese momento llegaría tarde o temprano, y aún no estaba preparado para afrontarlo. “¿Qué vacuna me pondrían?”, pregunté con un hilillo agónico de voz. Y escuché horrorizado la palabra maldita: “¡AstraZeneca!”. “¿Confirma que acudirá a la cita?”, me preguntó la insensible mujer sin darme tiempo de reponerme del golpe. Y yo, que ya no era dueño de mis actos, le dije que sí. Nada más colgar, comencé a sentir, uno por uno, los efectos secundarios que figuran en el prospecto de la vacuna, e incluso me sobrevino un mareo que atribuí a un amago de trombo. Si ya me encontraba en tan grave estado, cómo sería cuando me vacunaran. Caí entonces en la cuenta de que la llamada se había producido justo 56 minutos después de la hora en que un toro mató a Sánchez Mejías, lo que evidentemente era un terrible presagio. Esa noche, y durante todo el día siguiente, mi familia y mis amigos se esforzaron por animarme, pero sus expresiones faciales y su tono de voz tenían más de condolencia que de celebración. “La posibilidad de que te dé un trombo es una en cien mil”, decía uno palmoteándome la espalda, omitiendo que yo podía ser ese uno. “El trombo tiene cura, hay que tener mucha mala suerte para que…”, lo empeoraba otro, apretando con ojos acuosos mis manos entre las suyas.
El martes acudí al Wanda Metropolitano con la dignidad del noble que sube al cadalso. Imaginaba que a la entrada habría una legión de atareados funcionarios con ordenadores, recibiendo y distribuyendo a los convocados según sus horas de vacunación. Incluso pensé que nos recibiría la propia Ayuso con un ramo de flores, como merecíamos unos héroes solo comparables con los dos valientes operarios que entraron a costa de sus vidas en la sala de máquinas de Chernóbil. Ni lo uno ni lo otro. Al entrar en la inmensa estepa de cemento que rodea el estadio, lo que vi fue una fila interminable de seres difusos que se extendía a lo largo de todo el perímetro de la explanada, en una imagen que parecía extraída de Expreso de Medianoche. Pregunté a una señora, que miraba al cielo en mitad de la nada, quién daba la vez. “Yo soy la última”, me dijo, con la alegría indisimulada de haber dejado de serlo. “¿Pero las citas no son con hora?”, pregunté, poniéndome detrás de ella. La mujer me dirigió una mirada compasiva, conmovida por mi inocencia. Al cabo de unos segundos, la serpiente humana había crecido a mis espaldas.
La espontánea fila avanzaba muy juiciosa, pero con el paso del tiempo las distancias de seguridad se fueron relajando y pronto me vi formando parte de un pelotón cohesionado que avanzaba animoso hacia su destino. En el grupo seguramente había personas de distintas convicciones ideológicas, pero eso no importaba ahora: lo que unía la incertidumbre ante la AstraZeneca no lo iban a separar las pequeñas miserias de la política. El único conato de debate se produjo a las 13.18 horas, cuando una mujer, que tenía su cita a las 11, se quejó de la pésima organización de la jornada. “Y después los volvemos a elegir”, apostilló un hombre con cazadora. No pude saber si era un socialcomunista criticando a Ayuso, o un nacionalcatólico culpando a Sánchez o un fasciofalangista refiriéndose a Casado. Incluso podía tratarse de un votante despistado de Ciudadanos que no se había enterado de que la última decisión del partido era volver a apoyar al PP. La política hispana se ha vuelto tan arcana que ya solo la puede entender la casta sacerdotal de los tertulianos. El episodio, en todo caso, no pasó de ahí.
En el trayecto, mis compañeros de viaje lograron atenuar mis temores. “Hay más probabilidad de morir en un accidente aéreo que con una inyección de AstraZeneca”, argumentó uno, basado seguramente en algún estudio de la universidad Johns Hopkins. Pese a no ser comparables un hecho accidental con una marcha voluntaria hacia lo desconocido, me dejé convencer, entre otras cosas porque ya no había vuelta atrás. A lo lejos ya se podían divisar las barreras que canalizaban la entrada al estadio, donde esperaban los puestos de vacunación. Un coetáneo que al comienzo de la jornada iba unos 20 metros detrás de mí en riguroso cumplimiento de la distancia social, pero que ahora avanzaba hombro a hombro conmigo en armónica cofradía, me pidió que le guardara el sitio pues necesitaba ir al baño. Lo vi achicarse a medida que se alejaba hasta que se esfumó en la inmensidad de la explanada, y al cabo de un rato regresó bastante agitado. “Hay otra fila del otro lado”, nos reveló. En efecto, algún visionario con alma emprendedora había abierto otro camino para llegar a la entrada del Wanda, y ya tenía un ejército de devotos seguidores. Con razón el ritmo de nuestra fila se había ralentizado hacía más de una hora.
Ya muy próximos al destino, una compañera preguntó: “¿Y si llueve?”. La pregunta era razonable, pues el cielo se había encapotado y teníamos indicios más que suficientes para pensar que los organizadores no tenían nada previsto un plan B para tal eventualidad. Seguramente la muchedumbre buscaría refugio en la entrada del estadio y se perdería el orden determinado por las filas. Hice un cálculo: si a los 16 años corría los cien metros lisos en 14 segundos, ahora, tras una vida consagrada al periodismo, oficio consistente en comer afuera las tres comidas diarias con los efectos metabólicos que ello implica, estaría en los 50 segundos. Es decir, a la primera gota de lluvia, podría superar en 40 segundos los 80 metros que me separaban de la entrada y mantener así, incluso mejorar, mi posición. Por fortuna, las nubes se alejaron.
A la entrada, una sola chica tomaba la temperatura, actuaba como agente de tráfico entre las dos filas y respondía las inquietudes de quienes se acercaban a la valla. Pasé por fin al interior del estadio, donde un funcionario sanitario, tras verificar empíricamente que había sobrevivido sin contratiempos a otras vacunaciones, me hizo seguir al pasillo donde estaban dispuestas las mesas de vacunación. Una enfermera muy amable me puso la inyección con tal delicadeza que ni sentí el pinchazo. Pasé a continuación a un mostrador, donde un enfermero me entregó el certificado de vacunado y me señaló un rincón en que había unas sillas, para que esperara 10 minutos por si me ocurría alguna incidencia. Las sillas estaban pegadas unas con otras, incumpliendo las normas elementales de la distancia social, pero qué más daba esa minucia si ya teníamos la AstraZeneca corriendo por nuestras venas.
Han pasado casi tres días desde que recibí la primera dosis de la vacuna y he de informaros que, al menos hasta el cierre de esta columna, me encontraba maravillosamente bien. Como es de bien nacido ser agradecido, quiero expresar mi gratitud a la Consejería de Salud de Madrid y a la presidenta Ayuso por haber organizado la jornada de tal manera que me dio tiempo de sobra para trabar nuevas amistades y hacer walking y cardio durante dos horas. Y, por encima de todo, quiero reconocer la abnegación del personal sanitario que atendió con profesionalismo y paciencia monacal a las potenciales víctimas de AstraZeneca: solo por volver a ver ese ejemplo de humanidad ardo en deseos de que se me convoque para la segunda dosis.
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