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“Dormíamos al lado de las máquinas de coser. Nos daban de comer rápido, en minutos, y otra vez a trabajar”
Volvía yo aturdida después de pasar el día en la cooperativa “20 de diciembre”, impulsada por la Fundación La Alameda de Buenos Aires. Allí trabajan hoy unas 15 mujeres, bolivianas en su mayoría, que habían sido anteriormente secuestradas y objeto de trabajo esclavo. Antes de estar en la cooperativa estas mujeres pasaban sus días y sus noches en talleres clandestinos cosiendo nuestras ropas, de marca o sin nombre, cara o barata. Da lo mismo. Es común esta práctica en la industria textil de Argentina o México o Centroamérica o Tailandia...: mujeres sin derecho alguno sentadas ante una máquina de coser, de sol a sol. Están a la vuelta de la esquina, delante de nuestras propias narices globalizadas y en pleno siglo 21.
La cooperativa “20 de diciembre” ha devuelto la dignidad a estas mujeres. Hoy producen, junto a otras cooperativas formadas por ex esclavas y explotados de Tailandia y otros sitios, las marcas internacionales No Chains (Sin Cadenas), y Dignity Returns, ni conocidas ni con campaña de marketing. Sus prendas son más caras que el común de la ropa. Pero en realidad valen su precio. Con ello se pagan salarios, y una vida digna para quienes trabajan. Es lo mínimo que debemos pagar.
Hablar con las mujeres bolivianas no es fácil: son tímidas y desconfiadas. Algunas prefieren no recordar. La palabra “esclava” no es una exageración. Fueron llevadas a Buenos Aires desde los altos bolivianos con la promesa de un futuro mejor: “Ven a trabajar a la ciudad. Tendrás casa, comida, y te pagaré en dólares. Podrás ahorrar, comprarte una casa propia. Lo que quieras”, les dicen.
Pero la esperanza comienza a derrumbarse cuando al salir -una vez pasada a pie la frontera de Bolivia con Argentina, ataviadas con sus trajes de campesinas, frutas y bebés colgados al cuello-, les quitan el documento, los sueños y la identidad. Al llegar a Buenos Aires van directas a una casa o al sótano mismo de una tienda que vende las prendas al público o al por mayor, en maniquíes modelo de rubias anoréxicas.
“Han sido tiempos muy, muy duros para mí”, cuenta hoy una de las ex esclavas. “Trabajábamos todo el día, desde la mañana hasta la noche, y dormíamos al lado de las máquinas de coser. Nos daban de comer rápido, en minutos, y otra vez a trabajar”.
En Argentina esta práctica tiene ya un nombre: le llaman “cama caliente” porque siempre hay alguien durmiendo y alguien trabajando al lado. Pero a veces ni hay camas. “¿Cama? Era un lujo. El único que dormía en cama era el capataz. Nosotros dormíamos en el suelo mismo. Nos tiraban un cartón y a dormir, y cuando nos despertábamos, a trabajar”.
Es curioso que le llamen “cama caliente” porque las mismas prácticas de secuestro usadas para producir nuestras ropas se usan para las redes de prostitución, en Europa, Asia y América Latina. Sueños robados de vivir en un lugar mejor. La prostitución está peor vista, pero la práctica de abuso es la misma. De hecho, las mafias que transportan a las mujeres costureras tienen, según La Alameda, puntos en común con las mafias de los prostíbulos.
“Yo tengo dos hijos que me traje conmigo. En su momento tenían dos y cuatro años”, cuenta otra de las mujeres costureras. “¿Qué hacían ellos mientras tanto? Dormir. Los ponía a dormir. Les pedía que se durmieran todo el día para que no molestaran o no se lastimaran con las máquinas. Claro que no salían nunca. No iban a la escuela. Yo solo quería que estuvieran al lado mío y que se estuvieran quietos”.
Para que no salgan de las casas donde las llevan a trabajar, estas mujeres viven engañadas, atemorizadas. “Me decían que si salía me llevaría la policía; que los argentinos eran malos y que me harían daño. Yo nunca había salido del pueblo. Nunca había ido a la ciudad. No sabía nada. Pensé que era verdad”.
¿Cuánto cobrabas? “Nada. Nunca cobré”, responde resignada. “Es más, quedé debiendo dinero porque cada vez que tocaba cobrar me descontaban por la comida que me daban, porque dormía allí, porque tenía a mis hijos conmigo. Además tenía la deuda del viaje, y nunca era suficiente”.
Lamentablemente el trabajo ilegal, esclavo, es una práctica generalizada que permite abaratar los costes a precio de monedas. La Alameda va denunciando los talleres desde hace años, pero la justicia argentina no termina de resolver los casos o los resuelve de tal forma que al cabo de un mes los capataces están otra vez trabajando en los mismos talleres con otras personas esclavizadas, secuestradas normalmente del altiplano boliviano.
En una de las últimas cámaras ocultas de la Fundación La Alameda descubrieron que producían para Zara, porque estaban las etiquetas y porque se los dijo el propio capataz. Hay una denuncia que está en los tribunales argentinos. Zara les ha llamado para negociar, pero ellos pidieron hacerlo con presencia de terceros y la reunión aún no se ha producido. He llamado y enviado un mail a la oficina de Prensa de Zara para que me den su versión, pero no han respondido aún.
Decía al principio de este texto que volvía yo aturdida después de pasar el día en la cooperativa La Alameda en Buenos Aires; y era para encontrarme con una amiga.
“¿Te puedo pedir algo? Así se produce la ropa en todos lados. No me cuentes más. No me quiero enterar”, me dijo en cuanto intenté explicarle mis impresiones. “Así se produce en todos lados”, es la respuesta más común de una sociedad que prefiere no mirar. Y lo peor es que es verdad. Así se produce la ropa y también otros productos como electrodomésticos, móviles, e incluso nuestros alimentos.
Casualmente, justo al día siguiente de mi visita a La Alameda leí en la prensa la última de las catástrofes de Bangladesh: 1.100 personas muertas en el derrumbe de una fábrica textil que funcionaba en condiciones infrahumanas. Ya había pasado otras veces. Pasa hace años. Cada mes muere gente y nada cambia, en Bangladesh, Marruecos, Tailandia, Buenos Aires...
La campaña internacional Ropa Limpia logró estos días que muchas empresas firmaran una carta para comprometerse con condiciones mínimas (por cierto, la carta existía antes y casi nadie había querido firmar). Pero la cruda realidad es que más allá de las “buenas intenciones” después del desastre nadie de las grandes empresas para las que producían ha ido a la cárcel. No hay responsables legales. Como la carta y la presión es sólo para Bangladesh algunas empresas ya mismo comienzan a ver otras oportunidades de explotación menos visibles en países como Camboya (donde, de paso, murieron dos personas por otro derrumbe, después de lo de Bangladesh y sin salir en grandes medios).
La cifra de los 1.100 muertos es la que impacta: parece que nos abre un poco los ojos, pero ¿por cuánto tiempo, si al final todo puede producirse y venderse así (ropa, electrodomésticos, tomates…)? ¿Será que vale menos la vida de un bengalí o un boliviano o un tailandés que la de un europeo? Efectivamente vale menos porque en sus países no tienen suficiente seguridad jurídica y, si les matan, los responsables pueden quedar igualmente libres, pagando monedas.
Es importante que no demos la espalda, que no nos conformemos conque “así es como se produce en todos lados”. No son solo las empresas las que deberían firmar la carta. Son los países. Existe una Organización Mundial del Comercio pero ninguna organización que vele por los Derechos Humanos de quienes producen para ese comercio. La Unión Europea pone trabas a productos que supone insalubres para sus ciudadanos pero deja pasar sin problema los de trabajo esclavo. Tenemos que exigir a la política, en conjunto con ONG y sindicatos, un cambio profundo. Esa ropa, como cualquier otro insumo hecho en condiciones indignas, debería tener como mínimo prohibida su venta en la Unión Europea.
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