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Día 34 en estado de alarma: lecturas de confinamiento

Día 34 en estado de alarma

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(La ventana de Ale Luque) La hora buena es la medianoche. Cuando todo el mundo duerme en el vecindario y los teléfonos y las redes sociales dan una tregua. Ese momento en que las preocupaciones parecen desvanecerse, o al menos se ven de otra manera, es el más propicio para abandonarse a la lectura sabiendo, además, que mañana no toca madrugar. En mi caso, llevo muchos años leyendo al dictado de mi trabajo –periodista cultural, para servirles–, un poco desbordado siempre por la avalancha de novedades. Ahora que el mercado editorial se halla insólitamente detenido, me consiento el lujo de leer lo que quiera, al ritmo que quiera.

Empecé el confinamiento con las memorias de André Agassi, que tan insistentemente me había recomendado mi querido Jesús Carrasco; seguí con El fin del homo sovieticus, de la Alexievich, combinado con Hacia rutas salvajes, de Jon Krakauer, con vistas a ver pronto la película. Entre unos y otros cayeron tres Philippe Claudel, que no falla –salvo su kafkiano La investigación, que no me emocionó– y ahora alterno a otra Nobel, la Tokarczuk –Los errantes–, y el monumental Rastros de carmín de Marcus Greil.

Ahora que lo pienso, nada de poesía, ni de relatos. Nada frugal. Casi todo tochos: ese tipo de lecturas que se suelen dejar para la temporada estival, y que están cayendo no por casualidad ahora, en esta especie de verano anticipado y un poco inhóspito que parece el confinamiento.

(La ventana de Ángela) Tengo un amigo que lee más de 300 libros al año. Casi un libro al día. Lee en la parada del bus y en la cola del mercado. Lee dándole vueltas al guiso en la cocina y mientras se llena la bañera. Lee siguiendo las flechas del Ikea o en la planta de señoras en el primer día de rebajas de El Corte Inglés. Lee antes de dormir y al despertarse. Cuando un pintor fue a su casa a blanquear las paredes y vio el tapiz de estanterías, de suelo a techo a lo largo del apartamento, le preguntó: “¿Pero usted ha leído todo esto?”. “Sí, pero solo una vez”, se disculpó con una sonrisa imitando la cita de un famoso escritor.

Hoy, día -¿qué número?- del confinamiento, con lo poco que llevo leído, mi precioso montoncito de títulos seleccionados aún sin tocar –novela, ensayo, poesía-, pienso que a lo mejor este amigo mío está leyendo por los dos. O por tres, o por cuatro. O por tantos otros a los que el encierro les está apagando las tentaciones y los placeres. Pongo la tele y cada tertuliano que entra por Skype tiene una preciosa librería a sus espaldas. Me entran ganas de estirar la mano, así, atravesar la pantalla, de meter los dedos y asegurarme de que no son como esos libros de pega que todavía usan en algunas tiendas de muebles. Me pregunto si ellos se habrán leído esos libros, aunque sea una vez.

Lo que tu imaginación pueda abarcar

(La ventana de Luis) Siempre ando con un libro entre las manos, me encanta leer, así que cuando se decretó el Estado de Alarma corrí como otros muchos, pero en lugar de a por papel higiénico, a por libros, por el miedo a quedarme sin lectura durante el confinamiento.

Luego ocurrió lo que todos sabemos, pero no entendemos, el cómo es posible que no nos dé tiempo de nada y que tengamos ocupado el día al completo. Siempre he preferido leer literatura en castellano, por aquello de no perderme ningún matiz del lenguaje, aunque por supuesto no le hago ningún asco a ningún libro que lo merezca.

Ahora, más que nunca, los libros te permiten tener una ventana abierta por donde entra otra vida a raudales, llena de todo lo que tu imaginación pueda abarcar. Así que, como siempre he leído, no he aumentado mis horas de lectura porque tampoco he ganado más tiempo para ellas. Aunque es verdad que he conseguido levantarme algunos días algo más tarde, lo que me permite uno de mis mayores placeres que es leer en la cama por la noche. Fue éste uno de los motivos por el que me pasé pronto al libro digital, ya que no pesa, puedo poner la letra más grande, que a mi edad es definitivo, y además tienen luz incorporada. Las últimas palabras casi no puedes leerlas, te tiembla el libro en las manos un par de veces, hasta que cae sobre tu pecho y te quedas dormido. Hasta mañana.

(La ventana de Olga) He rescatado ‘El viejo que leía novelas de amor’ de Luis Sepúlveda, empujada como muchos por el pellizco que me ha dado su prematura marcha por culpa del maldito coronavirus. Pero mi regreso a ese remoto poblado de El Idilio no impide que siga inmersa en la lectura de una realidad que descompone los cimientos de lo previsible.

Mientras paso páginas del libro de los bulos con rapidez, por la capacidad de detectarlos –no siempre infalible– que me ha enseñado el oficio y el desgaste de combatirlos en ciertos chats de los que no puedo o no quiero borrarme, me sumerjo un día más en el sano ejercicio de la risa con el tomo de relatos breves del confinamiento.

El último que he leído se titula ‘La pregunta absurda’. Va de que el PP pregunta en el Congreso de los Diputados por qué el perfil de RTVE en Twitter recomienda seguir a Pablo Iglesias, PSOE, etcétera, suponiendo un ejercicio más de manipulación de la cadena pública. Es, por cierto, el segundo que leo con la misma protagonista. El otro iba de que el canal infantil de RTVE, Clan, había usado en sus clases a distancia frases de Mariano Rajoy para un tema de lengua sobre la coherencia en el discurso. “Basado en hechos reales”, pone en la portada del libro. ¡Me voy a creer yo estas historias!

Mejor me voy a leer las que contáis hoy desde vuestras ventanas, compañeros.

El gran viaje imaginario

(La ventana de Ale) El País de Nunca Jamás y la Tierra de Oz. Pero también el babilónico Bosque de los Cedros y el mágico Macondo. Sobre mi mesilla hay toda una constelación de universos imaginados. Hermosamente ilustrado, el libro ‘Maravillosos mundos literarios’, de Laura Miller, me permite soñar todas las noches con lugares que solo existen en nuestra mente.

El ejemplar reposa sobre otro pequeño monumento a la imaginación: una vieja máquina de hierro que en otra época expendía gruesos chicles de bola y, ahora, arroja luz sobre mis lecturas. Pensé que la cuarentena me brindaría más tiempo para leer, pero mi pequeña trinchera nocturna sigue amparando del olvido el mismo selecto grupo de libros y el mismo puñado de revistas de cine.

Soy caprichoso y me gusta deleitarme con ellos, saboreándolos poco a poco. Nunca los leo de un atracón. Así, ante la atenta mirada de Tilda Swinton o Adam Sandler, las últimas portadas de la revista Sofilm, me voy leyendo ‘Maravillosos mundos literarios’ y dos pequeñas joyas que cuentan ya con su correspondiente adaptación cinematográfica.

Por un lado, ‘Intemperie’, el libro de Jesús Carrasco en el que se inspiró la película de Benito Zambrano. El escritor extremeño es experto en dar con la palabra exacta, para que no solo nos metamos en la piel del niño que huye del cacique, sino que saboreemos cada término como si fuera un caramelo.

Sobre mi mesilla reposa también una fábula fascinante: ‘La famosa invasión de los osos de Sicilia’ (Dino Buzati). Lorenzo Mattotti tuvo el acierto de transformar este cuento sobre la ambición, la corrupción y la autenticidad -ideal para estos tiempos convulsos- en una fabulosa explosión de color. Mientras se levanta la cuarentena, viajar a Macondo, Oz o la Sicilia osezna sigue siendo seguro. Y todo un placer.

(La ventana de Javi) Cuando el último día de trabajo (sin 'tele') bromeé con que la tercera entrega de Yuval Noah Harari que comenzó con el fantástico 'Sapiens. De animales a dioses' no tenía al coronavirus entre sus '21 lecciones para el siglo XXI' no me imaginaba que iba a estar leyéndolo en modo confinado. Lo cambié ese día en la librería porque unos amigos me habían regalado la primera entrega y me dije, ya que lo había leído, que mejor estar a la última. Pero no. El Covid-19 he dejado el pulcro, denso y futurista ensayo del autor israelí en un cúmulo de cuestiones más difíciles de encajar en el nuevo mundo que se nos avecina y que, de lleno en la “apocalipsis” actual, la verdad es que cuesta un poco.

Soy de leer más los fines de semana (obligaciones y niños mediantes), en soledad si es posible y mejor por la mañana con el primer café, a pequeños sorbos, amaneciendo. En ese ritual he terminado uno de tantos de esos que se empiezan y que no se acaban, una novela ambientada en el mundo penitenciario que, por todos los amigos que rodean al autor y por la temática, que de unos años aquí me pone, me terminó de enganchar hasta acabarlo con satisfacción, 'Los pasos en el vacío'.

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