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Respirar

Llega la primavera y se recetan paseos por el campo contra la ansiedad y la depresión.

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Tengo dos tiras azules pegadas a la espalda, concretamente entre los dos omóplatos. Por primera vez en muchas semanas, puedo respirar sin sentir que alguien estrangula mis costillas y mis pulmones. Mi fisio, Jose, ayer me explicó, maniquí de esqueleto mediante, cómo las fibras llenas de nudos y contracturas que van desde mi espalda hasta el esternón, me estaban presionando toda la zona. “Una vez tuve aquí a uno –me dice– que vino después de hacerse un montón de pruebas en el hospital porque pensaba que le estaba dando un infarto”.

Gracias a la destreza de Jose, yo hoy me siento liberada y menos dolorida. Como regalo, me permito disfrutar de uno de mis grandes placeres, leer al sol.

Le digo a mi portátil, el causante de los nudos, de las contracturas y de mi postura encorvada, que nos vemos en otro momento, que hace un día hermoso y que yo puedo respirar, y me bajo.  

Mi paraíso se convierte en el parquecito que hay junto a mi casa. No crean, no se trata de ningún lugar idílico, de hecho es más bien feo, un parque de zona residencial de extrarradio. Pero hay una fuente, plantas, bancos y perritos que vienen a saludarme mientras son paseados por sus dueños. El de hoy se parece a Lassie, y me olisquea los pies.

Me gusta sentarme con el sol de frente y sumergirme en alguna de mis lecturas, y entonces, como si Jose estuviera ahí desactivando mis puntos gatillo, siento que la presión del pecho se hace más leve, que mis músculos se relajan, que el dichoso mail que tengo que responder no corre tanta prisa, y lo mejor, que mi cerebro vuelve a funcionar y las ideas fluyen.

Paso junto al huerto urbano y siento envidia del señor que cosecha las berenjenas, como si viviera en otra dimensión donde el tiempo es más lento, y a la que a mí me gustaría escapar

El cuerpo, que normalmente me pesa, se me hace más ligero, y siento ganas de caminar. Le doy vueltas al descampado. Llamo a mi madre, solo para saludarla, y después a mi padre, para preguntarle qué tal anda. Me enfado conmigo por todas las veces que les cuelgo el teléfono apresuradamente porque voy agobiada porque no llego con el trabajo. Menuda mierda de plan de vida es este, pienso.

Paso junto al huerto urbano y siento envidia del señor que cosecha las berenjenas, como si viviera en otra dimensión donde el tiempo es más lento, y a la que a mí me gustaría escapar. Miro las pequeñas flores silvestres que empiezan a crecer junto a las vías del tren. Si tengo suerte, algunos días puedo ver caballos pastando al otro lado de la estación de cercanías. Pienso en lo curiosa que es esta mezcla de bloques de pisos y vestigios de vida en el campo.

Me doy cuenta entonces de que ha llegado la primavera, y como cada 21 de marzo invade mi cuerpo una sensación como de pensar que lo peor ha pasado, un optimismo imaginado que me sacude y que me calma, como si alguien me dijera “ya está, Laura, a partir de ahora todo irá mejor. Sacarás tiempo para cuidar tus macetas y plantar los bulbos que compras cada año en el supermercado con la esperanza de tener un jardín de dalias en tu balcón. Los días serán más largos y pronto llegará la hora de las golondrinas, tu amigo Alfonso te dirá otra vez que no son golondrinas, que son vencejos, pero a ti te dará igual porque lo que importa es que es uno de los mejores espectáculos de la ciudad.”

En muchos países del mundo se celebra la llegada de la primavera con rituales que simbolizan el renacer, la fertilidad, la vida. Son numerosos los neurocientíficos que cada vez más, hablan de los efectos beneficiosos para el cerebro y la actividad neuronal del contacto con la naturaleza. Se recetan paseos por el campo contra la ansiedad y la depresión. Decía una de mis autoras favoritas, Úrsula K. Le Guin, que hemos creado un mundo reducido a nosotros mismos y a nuestros artefactos, pero no estamos hechos para él.

Una voz que lleva torturándome toda la semana me pide que le mande el decimoquinto papel. Quiero decirle que haga el favor de pedirme todo lo que necesite de una sola vez, pero le contesto con voz amable que claro que sí, sin problema

Mientras reflexiono sobre eso, en mis cascos suena la lista de música Paceful Piano (últimamente todas las listas que lleven las palabras Paceful, Calm, Relax, están en mi top ten). Un señor pasa en bicicleta y me grita algo que no consigo descifrar del todo. Tras los sonidos relajantes del piano, solo alcanzó a oír “ghdjfkgkfjdjfkf olé la más bonita fgdhfjfkdjdjfjf ”. Continúo mi paseo. Al señor le debe haber parecido fatal que no le haya dedicado una sonrisa complaciente a lo que sea que haya dicho, porque en la siguiente vuelta al descampado se para y me abronca. Me quito un auricular. “Que lo que le he dicho a usted, señorita, es que lleva una marcha muy bonita”. Me resulta ridículo el tono agresivo con el que lo dice. Creo que está a punto de llamarme feminazi.

Justo después suena el teléfono, una voz que lleva torturándome toda la semana me pide que le mande el decimoquinto papel. Quiero decirle que haga el favor de pedirme todo lo que necesite de una sola vez, pero le contesto con voz amable que claro que sí, sin problema. Se ha hecho la hora de subir. Y yo que quería escribir una columna bonita y optimista sobre la primavera y lo bien que sienta. Siento otra punzada en el pecho. Tengo que volver a pedir cita con Jose. Dios, qué difícil es respirar.

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