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La “unidad popular” es vieja política

La plaça Major de Nou Barris, plena de gom a gom, en l'acte central de campanya de Catalunya Sí que es Pot a Barcelona. / SANDRA LÁZARO

Santi Fernández Patón

Las pasadas elecciones municipales arrojaron una lección que, por muy fundamental que resultara, no se quiso asumir por todas las partes: ha llegado el momento de desbordar los anquilosados esquemas, y la manera de hacerlo es mediante la confluencia. Hoy, un número impensable de municipios, incluidas varias de las principales capitales del Estado, con Madrid y Barcelona a la cabeza, cuentan con gobiernos de confluencia ciudadana.

La lección, por tanto, parecía clara. Tocaba abandonar las rigideces propias de la vieja política: el verticalismo, las jerarquías, los comités ejecutivos, la disciplina castrense, etc. En su lugar se imponían los liderazgos distribuidos, las tomas de decisiones en asambleas y los programas consensuados. Por fin, las ideologías inamovibles tenían un papel secundario. Las religiones del Libro ya no eran dogma, algo facilitado por el carácter municipalista de las candidaturas ciudadanas.

Personas de diferentes sensibilidades hicieron un notable esfuerzo por construir estas candidaturas: gente que provenía de movimientos sociales, de partidos, otras que solo gracias al 15M habían encontrado una vía colectiva a sus malestares y muchas más que hasta ese momento no formaban parte de iniciativas similares. En definitiva, hubo que construir, elaborar conjuntamente, consensuar, aproximar sensibilidades y renunciar a cualquier idea preconcebida. En una palabra, hubo que confluir.

La izquierda tradicional toleró mal semejante desafío. Aquello que desde 2011 se repetía, “No somos de izquierda ni de derechas”, le provocaba úlceras estomacales. Revisaron a fondo los textos doctrinales de sus popes, pero allí no encontraron por ninguna parte la palabra “confluencia”. Lo que encontraron era otro término: “unidad popular”. Ese sí, ese estaba mucho mejor, y con un poco de esfuerzo lo podían hacer encajar mal que bien en el panorama actual, a ver si colaba.

¿Quién se puede negar a la unión? “Proletarios del mundo”, etc. ¿Pero qué querían decir cuando decían “unidad popular”? Lo que querían era abanderar los proyectos, despojarlos de su carácter apartidista y ciudadano, situarse a la “vanguardia”, otro término querido para el que siguen buscando eufemismos. En resumen: cocino este plato sencillo -una sopa de siglas, de hecho-, que es el que alimenta al pueblo, y por tanto le pido que se siente a mi mesa, que se una a mi banquete. La unidad, entendida de esta forma, era contraria al espíritu de construcción colectiva que marcaba la confluencia. Así que no coló.

Las elecciones de Cataluña demuestran que los atajos no sirven. Mientras el mantra sea “unidad popular”, por debajo no habrá nada sustancialmente innovador. Si no nos miramos en el espejo de las municipales, perderemos el mismo tiempo y contra los mismos actores que entonces quisieron esconderse tras los Ganemos y que en la actualidad se valen de Ahora en Común. Al final, como siempre, es una cuestión de generosidad.

Y de eso no andan sobradas las cúpulas. Aquellos que tanto ilusionaron con eso de que eran la herramienta del cambio, se enzarzan últimamente en las viejas peleas, tan masculinas por otra parte: corrientes internas, familias, pulsos de poder, listas plancha y situaciones esperpénticas, como cargos duplicados, nombrados por cada una de las facciones en liza.

Mientras tanto, en este año veloz, el tiempo corre alocado, y como nos descuidemos se nos amargarán las Navidades. Más vale corregir cuanto antes o, de lo contrario, aquel famoso Tic Tac dejará de marcar la hora del cambio para señalar la cuenta atrás hacia el fin de toda esperanza. Y entonces, quizás, nos encontremos con aquella célebre sentencia del Gatopardo, que a buen seguro nadie quiere recordar.

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