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Rajoy, las facturas se pagan

Mariano Rajoy saluda a Pedro Sánchez tras la elección de este como presidente del Gobierno.

Adolf Beltran

La caída de Mariano Rajoy de la presidencia del Gobierno y su relevo mediante una moción de censura por el socialista Pedro Sánchez es una buena noticia por varias razones. La más importante consiste en que una acción democrática ha desbaratado la pretensión de impunidad, el intento de que el ejercicio del poder sirva para condonar deudas muy graves de corrupción.

La sentencia de la Audiencia Nacional sobre la trama Gürtel no podía quedar sin efectos políticos y ha acabado con el uso y abuso por el PP de la presunción de inocencia, como si se tratara de la capa de invisibilidad de Harry Potter, para esquivar penosas responsabilidades. Aunque ya venían escandalizando a la sociedad española, los hechos ahora judicialmente probados son demoledores. Baste recordar que ha quedado establecido que el PP y la trama que lideraba Francisco Correa “crearon un auténtico y eficaz sistema de corrupción institucional a través de mecanismos de manipulación de la contratación pública central, autonómica y local”.

Hemos leído y leeremos descripciones parecidas porque este fallo no será el único. La corrupción de la que ha sido protagonista el PP ya ha producido y producirá otras resoluciones judiciales en términos similares, sin ir más lejos sobre la financiación de la organización valenciana, vista para sentencia hace unas semanas.

A Rajoy y su partido, que abusó del poder durante años hasta el extremo de hacerse pagar las facturas por terceros a cuenta de adjudicaciones públicas, en un juego de sobornos y mordidas sostenido en el tiempo y generalizado en el mapa, la censura del Congreso de los Diputados de este final de mayo de 2018 les ha pasado al cobro por sorpresa dos facturas que tampoco tenían intención de pagar.

La más obvia es la de la corrupción. La práctica totalidad de las formaciones con representación parlamentaria, y son unas cuantas en un hemiciclo más plural que nunca, han coincidido en que Rajoy y su partido debían abandonar el poder. Incluso Ciudadanos pasó del vago “tendrá consecuencias” inicial de su líder Albert Rivera a asumir tras la presentación de la moción que el presidente del Gobierno debía marcharse, aunque su gestualidad se convirtió en mueca y sus convicciones parecieron tácticas durante el debate que les llevó a votar con el PP contra la censura para no hacer presidente al candidato socialista por estrictos intereses electorales.

La segunda factura que Rajoy ha pagado es la de su investidura. Llegó a la presidencia del Gobierno aupado por una maniobra que descabezó al PSOE para que una gestora auspiciase una abstención que le abriría las puertas de La Moncloa. La víctima de aquella operación infame de octubre de 2016, rescatado primero como líder por las bases de su partido y apoyado después por una mayoría parlamentaria, le ha acabado desalojando del poder en un episodio, casi, de justicia poética.

Hay algo fundamental para la salud de una democracia: que las acciones tengan consecuencias. Que, de una manera u otra, las facturas se paguen. En la semana negra de este mayo negro para el PP se pusieron al cobro varias deudas pendientes de notable importancia. Si no, que se lo pregunten a Eduardo Zaplana, que seguramente maldice desde su celda en la cárcel de Picassent la existencia de mecanismos policiales y judiciales capaces de rastrear la insolvencia moral sobre la que construyó su fortuna desde los lejanos, e impunes, tiempos del caso Naseiro, cuando empezó todo. También a Zaplana le han pasado estos días de mayo, pues, al cobro insospechadamente las facturas de la rapiña.

El resultado es un vuelco político que ha puesto en evidencia a las viejas (y no tan viejas) glorias del PSOE conjuradas en su momento contra Pedro Sánchez (“Sí se puede”, gritaban con razón los de Podemos, tras hacer Pablo Iglesias acto de contrición por no apoyarlo entonces) y ha dejado perplejos a los poderes fácticos y los medios de comunicación que alentaron su defenestración y que navegaban estos últimos meses entre las aguas turbias de la razón de Estado, donde reinaba Rajoy, y la pujante “operación Ciudadanos”.

Pedro Sánchez tiene y tendrá mala prensa. Está por demostrar que, además de coraje, disponga de otras virtudes. Es el presidente de un Gobierno en franca minoría y le hará falta mucha lucidez, una actitud constructiva a su izquierda y cierta distensión por parte de los independentistas catalanes. Contará con la baza de los gobiernos de progreso en las grandes ciudades y en comunidades autónomas como la valenciana, donde el pacto pluripartidista tiene recorrido y encuentra en Compromís un buen aliado.

Como era de esperar, los profetas del sistema han empezado a anunciar que con el nuevo presidente se ciernen sobre la democracia española todo tipo de catástrofes y la patronal y la banca se han apresurado a advertir de que no se toque la reforma laboral. Pero es difícil encontrar una situación política más bloqueada que la nuestra. Y no parece mala idea que alguien intente hacer algo que no sea exacerbar la tensión, plantear vetos, endurecer las leyes y judicializar los conflictos. Las de la crispación, la involución y el autoritarismo son banderas que ahora pasan a la oposición. Ya es un avance.

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