La alimentación es también una política urbana
En las húmedas madrugadas de l'Horta de València centenares de agricultores, hombres y mujeres, se dirigen con las frutas y hortalizas que han cosechado en sus campos a ofrecer sus productos en la Tira de Comptar, un mercado directo de productor a minorista en el que no se vende a peso sino por unidades, de ahí su nombre.
Esta centenaria modalidad de venta directa, hoy cobijada en una de las naves de Mercavalencia y que en otro tiempo estaba presente en todos los mercados de la ciudad, es un ejemplo de lo que se conoce como “kilómetro cero” o “producción de proximidad”. Términos ambos que los representantes de más de un centenar de ciudades de 50 países han invocado esta semana pasada en Valencia con motivo del encuentro anual del denominado Pacto de Milán, por el que las ciudades emergieron en 2015 como espacios desde los que ha de promoverse la política alimentaria sostenible a escala global.
En un mundo en el que ya la mayoría de la población vive en ciudades y que asiste a contradicciones como la de que más de 800 millones de persones pasan hambre mientras otros 2.000 millones sufren problemas de sobrepeso, la alimentación se ha convertido en mucho más que agricultura o economía, en mucho más que salud pública o nutrición, en mucho más que industria agroalimentaria o compleja diplomacia comercial. Es ya un asunto, también, de política urbana y territorial.
Así se ha reiterado en las sesiones públicas y los grupos de trabajo organizados en una Valencia convertida en capital mundial de la alimentación sostenible. El acceso a una comida saludable, la protección de la biodiversidad y la lucha por reducir el desperdicio alimentario son los tres grandes ejes sobre los que se orientan esas nuevas políticas urbanas centradas en la alimentación. Unos objetivos que se enmarcan necesariamente en la lucha contra el cambio climático, contra la pobreza y por la equidad.
“Más de la mitad de la población vive en zonas urbanas, pero la gran mayoría de los hambrientos están en zonas rurales”, ha recordado José Graziano da Silva, director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). “Una de las mejores formas de trabajar para combatir el hambre es pensar también en los pequeños productores, en favorecer a los pequeños productores agrícolas”, ha dicho a su vez el alcalde de Valencia, Joan Ribó, tras indicar que el problema de la alimentación no radica en la falta de recursos sino en su injusta distribución.
Promover iniciativas sostenibles y aplicables a los sistemas de alimentación en la escala local, que fortalezcan los vínculos entre el ámbito urbano y el rural y hagan conscientes a los ciudadanos de su poder de transformación desde su comportamiento como consumidores es uno de los aspectos que recoge la Declaración de Valencia, firmada por 160 ciudades que reúnen a más de 450 millones de habitantes. Ribó ha aprovechado para anunciar que la ciudad desarrollará un plan de trabajo cuatrienal sobre políticas alimentarias y creará un Centro Internacional de Alimentación Sostenible desde el que investigar, promover y debatir sobre unos “temas cruciales para la humanidad” .
Esa doble perspectiva local y global caracteriza los nuevos enfoques de la política en el siglo XXI, de forma que se replantean tanto los prejuicios hacia formas de producción que se habían dado por superadas como la capacidad de cambiar los mecanismos del comercio a gran escala. Surgen de esta manera, al barajar conceptos como la agricultura ecológica y de proximidad, los huertos urbanos, la dieta escolar o la educación en hábitos saludables, nuevas posibilidades de promover cadenas de valor que no se basen solo en las reglas del intercambio capitalista convencional. Se trata de pequeñas iniciativas sumadas cuya aspiración es obtener impactos a escala planetaria.
Los firmantes de la Declaración de Valencia aseguran que no quieren quedar al margen de los procesos para impulsar los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Nueva Agenda Urbana, adoptada por los estados miembros de la ONU en octubre de 2016. “Estos procesos”, señalan, “deben incluir formal y completamente a los actores urbanos y territoriales, ampliando así los enfoques de gobernanza”.
Como desde hace siglos, cada madrugada de esta semana, en la Tira de Comptar, agricultores venidos de todos los rincones de la comarca regateaban en sus tarimas con los compradores sobre los precios de lechugas, berenjenas, tomates, rábanos, patatas, cebollas, limones, judías y otros multicolores productos cultivados en una huerta a la que la ciudad de Valencia solía dar la espalda. Eran seguramente ajenos al hecho de que en el Palacio de Congresos se hablaría en inglés o en francés horas después sobre su actividad porque algo importante ha tenido que empezar a cambiar para que el mundo urbano asuma que la suya no puede ser una tarea amortizable.
Por otra parte, en zonas como el África subsahariana, donde se registra el 34% de la escasez crónica de alimentos, millones de personas sobrellevaban un día más la convivencia con ese “ángel del hambre” que Herta Müller ha descrito con tanta intensidad literaria, sin saber que a miles de kilómetros de distancia, en una ciudad a orillas del Mediterráneo, se hacían planes sobre cómo asegurar su derecho a comer.