Con tregua o sin tregua en Gaza, a estas alturas la impotencia se te atraganta en la garganta y solo quieres esputarla, pero te resistes a perder las formas. Tomas distancia, esperemos que no demasiada, y mientras buscas un hilo de cordura del que estirar te viene a la memoria una mañana de junio de 2003, la del día veinticinco exactamente. Te acuerdas muy bien porque fue cuando publicaron las fotos de los cuerpos destrozados y maquillados de los hijos de Sadam Hussein. Aparecieron simultáneamente en casi todos los medios de medio mundo. Las habías visto en la portada y en las páginas interiores de El País, mientras desayunabas en el hotel. Vázquez Montalbán, con quien habías quedado para hacerle una entrevista, llevaba en la mano un ejemplar de ese mismo periódico y bullía de indignación. Entendía que la publicación de esas imágenes macabras marcaba un antes y un después en la trayectoria del medio en el que colaboraba desde hacía años y en la trayectoria de tantos otros que hasta ese momento se habían mantenido dentro de los límites de la decencia periodística. Lo mismo entendían muchos de sus colegas, que reaccionaron públicamente de manera similar. La polémica no estaba en lo procedente o no de aquellas muertes, sino en la conveniencia de mostrar los cadáveres y de hacerlo de un modo tan llamativo. El Frankfurter Rundschau, por entonces uno de los más importantes de Alemania, dijo en un editorial que «independientemente de los crímenes de los que están acusados [los hijos de Sadam], la difusión representa una violación de los principios básicos del mundo civilizado». Peter Bathia, presidente de la Asociación de Editores de la prensa estadounidense, dijo por su parte: «Desearía que la administración [Bush] fuera tan abierta con la información en general como lo han sido en este caso. Este no ha sido un patrón de este gobierno». Y el especialista norteamericano en temas de ética y periodismo Bob Steele afirmaba cautamente que «hay una inconsistencia, incluso una paradoja, quizá hipocresía, cuando el gobierno defiende la difusión de cierta información y después censura con fuerza otra».
El patrón del gobierno de los EE.UU. al que hacía referencia Bathia había sido el de no mostrar cadáveres, sobre todo los propios. Para ello, en la guerra del Golfo habían empezado a «empotrar» a los periodistas entre las tropas y a controlar la difusión de cualquier imagen relativa al conflicto. Las acciones de guerra tenían que parecer selectivas, quirúrgicas, limpias y precisas. Así es como en la llamada «autopista de la muerte», la que une Kuwait con Basora, donde, pasándose la convención de Ginebra por el forro habían sido ejecutados miles de civiles junto al grueso del ejército iraquí, oficialmente rendido y en retirada, se obraba el milagro de que no se viera ningún muerto, salvo un tanquista achicharrado que parecía salido de una película de Roger Corman. En conjunto, se arrojó sobre las ciudades iraquíes el equivalente a ocho bombas como la de Hiroshima, pero apenas vimos alguna víctima. Eso había sido en 1991. En 2003, durante la invasión y posterior guerra de Irak, les estaba resultando difícil meter a los muertos debajo de las muchas alfombras de Bagdad por culpa de Internet, pero la consigna era la misma, y exceptuando lo que conseguía mostrar la insurgencia iraquí a través de un incipiente e insólitamente permisivo YouTube, poco o nada veíamos de lo que se empezó a denominar «daños colaterales». Sin embargo, la imagen de los cadáveres de los hijos de Sadam les interesaba difundirla como trofeo de guerra, y se ocuparon de que esa difusión fuera masiva. Hacía casi dos meses que Bush había anunciado desde el portaaviones USS Lincoln un triunfo que no acababa de llegar, había una necesidad urgente de mostrar trofeos, y decidieron hacerlo a la manera del Far West, exhibiendo los cuerpos de los linchados en la puerta de la cantina. Así fue como El País y el grueso de periódicos y televisiones del imperio se sometieron aquella mañana a sus intereses y se convirtieron de la noche a la mañana en unos medios sensacionalistas, exhibiendo unas imágenes capaces de revolver el estómago de cualquier persona mínimamente civilizada, y no por su interés informativo, sino porque así convenía a la estrategia norteamericana, algo que contravenía la ética periodística y «los principios básicos del mundo civilizado» a los que aludía el Frankfurter Rundschau.
Es difícil saber qué réditos obtuvo aquella operación propagandística entre la opinión pública occidental y si el balance fue positivo. Ahora mismo, los medios, y las redes sociales, que se están convirtiendo en una de sus principales fuentes de información, están siendo muy escrupulosos en ese aspecto, o eso quieren dar a entender. Como le explicaron recientemente a Maruja Torres, tras obligarla a retirar unas imágenes explícitas sobre las matanzas en Gaza y amenazarla con cerrarle su cuenta en X (Twitter), «la exposición a escenas sangrientas gratuitas puede ser perjudicial, especialmente si el contenido se publica con la intención de provocar un deleite en la crueldad o por placer sádico». Es la intención que, con un cinismo y una capacidad de penetración en la mente ajena solo equiparable a la de Yahvé, unos evaluadores anónimos le adjudican a la veterana periodista y le impiden mostrar la masacre de civiles perpetrada por el ejército regular israelí. Pero es muy probable que esos censores se estén esforzando en vano, porque mucho más terrible que ver la muerte es adivinarla, atisbarla a través de la vida, y para eso basta con unos pocos gramos de información veraz. Pocas fotografías lo muestran mejor que la que encabeza estas líneas. Una mujer cruza un río poco caudaloso pisando con cuidado el fondo y levantándose levemente la falda, como temiendo mojársela. Tanto su vestido como los árboles que se ven reflejados en el agua indican que es verano, y es lógico pensar que está refrescándose. Todo en esta foto está en calma, desprende un innegable lirismo. ¿Pero, qué hacía en el álbum de un soldado alemán, entre otras que mostraban escenas de guerra? Una inscripción manuscrita en el dorso de la foto cambia completamente nuestra percepción inicial: Die Minenprobe. Vom Donez zum Don 1942. Lo que vemos a partir de ese momento es a una «detectora de minas», a una mujer ucraniana que está siendo obligada a caminar delante de las tropas que se disponían a vadear ese río para limpiar la ruta de explosivos, una práctica habitual de la Wehrmacht durante su invasión de la Unión Soviética. Según los archivos de la 36ª División de las SS (el infame Batallón Dirlewanger), esta práctica causó la muerte de unos tres mil bielorrusos solo en 1943. Empezaron con judíos y «bandidos» —en lenguaje actual, terroristas—, pero no tardaron en utilizar al primer lugareño que pillaban.
Entre lo que las imágenes muestran y lo que realmente dicen puede haber una distancia infinita. Ninguna de las fotografías que nos están intentando hurtar hoy de los niños muertos en Gaza, sean mil u ocho mil, y no solo durante las últimas semanas, dice tanto como aquellas en las que aparecen niños palestinos vivos, eufóricos, mirando a la cámara con esos ojos en los que brillan todas las posibilidades que ofrece una vida todavía por vivir. Como las instantáneas que ilustran la crónica que el pasado treinta y uno de octubre escribía Stephanie Hegarty para la BBC. La primera es un selfi que se hizo Ahmed Alnaouq con sus sobrinos. Sus edades van desde los dos a los trece años. En esa imagen todos, excepto uno de los más pequeños, que juega distraídamente al fondo, nos miran con esa alegría en el rostro privativa de la infancia. Es lo primero que vemos, su expresión feliz, inocente y confiada. Pero ya en el pie del selfi se nos informa que de los once que aparecen allí, ocho estaban ya muertos el día de la crónica, reventados por una bomba que acabó también con la vida de sus padres, tíos y abuelos, un total de veintiuna personas de una misma familia de las que catorce eran menores. «El grupo de WhatsApp estaba en silencio, todos estaban muertos», dice Ahmed. El reportaje da cuenta de otros casos similares, y aparecen en él más fotos, pero ninguna nos enseña un cadáver, en todas se ven niños que sonríen a la cámara con una candidez desarmante. Lo que nos dicen, lo que nos gritan esas imágenes, es lo contrario de lo que muestran. Hace más daño más ver a esos niños vivos, con todas sus ilusiones intactas, que muertos. Algunos todavía están pudriéndose bajo los escombros o agonizando en un hospital sin agua y sin luz, pero una vez lo sabemos no hace falta que nos los muestren destripados para sentir tanto dolor y piedad por ellos como asco y desprecio por los que mandan arrojar las bombas, los que las arrojan, los que se lucran con esas muertes y su retahíla de cómplices. Que todos ellos guarden bien esas imágenes para documentar su siniestro historial, que no las pierdan. La posteridad, a falta de un tribunal mejor, podría quedar privada de conocer sus hazañas.
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