La banalidad de la corrupción
Pongamos que un conseller de Cultura, Educación y Ciencia de la Generalitat Valenciana convoca un concurso público para subvenir al servicio de comedores escolares en el conjunto del territorio bajo su jurisdicción. Se redactan las bases, se publica la convocatoria en los medios correspondientes en plazo y forma, se reciben ofertas, se abren las plicas y la comisión nombrada al efecto –con la participación de funcionarios graves con muchos trienios– descarta las ofertas que no se ajustan a las bases, barema las que sí y selecciona la oferta más adecuada. Tras el periodo de alegaciones, se resuelve finalmente el concurso. De manera poco sorprendente, gana una UTE formada por algunas de las firmas más destacadas del ramo, avalada además por directivos del órgano asociativo de referencia, lo que siempre confiere un plus de respetabilidad y profesionalidad.
En el ejercicio siguiente se quiere repetir el procedimiento, pero el presidente de la diputación de la provincia meridional, aguijoneado por un súbito arrebato de patriotismo provincial, levanta poderosos vientos de fronda y se niega a que el concurso público se haga como la vez anterior. Reclama que se hagan concursos provinciales, alegando que es un servicio de proximidad, que no todo se debe hacer desde la capital autonómica, y que la provincia está para algo.
Al final vencen las tesis del preboste provincial, un hombre que no hace ascos a la brillantina, más bien al contrario, que se ha construido o se construirá una mansión cercana a la antigua Akre Leuco y que, pasado el tiempo, tendrá problemas graves con la justicia.
¿Se trata de un debate sobre el reparto más apropiado de competencias y las virtudes y defectos de la subsidiaridad? ¿De una controversia de altura entre políticos esforzados por hallar las mejores soluciones para prestar los servicios que necesita y merece la ciudadanía, que además son los contribuyentes? Debates bastante lógicos, ¿por qué no?, especialmente si se refieren a un tema tan sensible como el servicio de comedores escolares, que asegura la alimentación cotidiana de miles y miles de niños y adolescentes, de nuestros hijos e hijas.
Aparentemente podría parecer eso, como también podría parecer una rebatiña más por esferas de poder y atribuciones entre políticos que, aunque sean del mismo partido, deben marcar territorio y tratar de aumentar su esfera de influencia para mantenerse, “pintar algo” y escalar puestos.
Sin embargo, hay algo más. Algo importante y decisivo. El primer concurso tuvo –como los incendios provocados– un “acelerador” clave y determinante, en forma de unas bolsas de El Corte Inglés repletas de billetes entregadas por representantes de la UTE al jefe de gabinete del conseller, que comía en una mesa distinta, ojo avizor, del mismo restaurante. Poco después se haría público el resultado del concurso y como era de esperar ganó la oferta representada en aquella transacción, en aquel do ut des tan habitual en años anteriores y posteriores. Un modus operandi archisabido y descrito en tantas ocasiones por la UCO de la Guardia Civil o por la Fiscalía Anticorrupción, cuando lo han llegado a saber, alguien ha tenido interés personal en desvelarlo o ha salido a la luz pública debido a los esfuerzos del periodismo de investigación.
Por supuesto el dinero que iba en aquellas bolsas no saldría de una merma de los beneficios empresariales, sino de una merma de la calidad del servicio: menos personal de apoyo, peor calidad de la comida servida en los comedores escolares. Todo ello, claro está, en detrimento de la salud a largo plazo de la población en edad escolar, de nuestros hijos e hijas.
El preboste provincial sabía lo que se cocía y quería su parte en el negocio. ¿Qué es eso de que se lo queden todo en la antigua Madinat al Turab? ¡Nosotros queremos nuestra parte! Aunque fuesen todos del mismo partido, los intereses de grupo, de clan y, especialmente, los intereses personales tienen estas cosas. Las justificaciones pueden ser variopintas, el objetivo único y demoledor. Cuando hay bolsas de plástico de por medio, la ley, la honorabilidad, los valores, la decencia y otras monsergas se quedan en eso, en ideas platónicas.
Hombres fríos con brillantina o no, pero siempre rubicundos por las comidas diarias en restaurantes de varios tenedores, se ciscan en todo eso. Aunque llegado el momento entonen como el que más los floridos cánticos de alabanza que haya que entonar. A la ley y al orden, a la constitución y a la patria (única e indivisible, por supuesto), o al rey. A lo que sea menester.
Lo relatado anteriormente sucedió. Procede de fuentes de toda solvencia y de testigos cualificados. Como muchos otros episodios tuvo lugar, fue uno más entre otros cientos, seguramente todo ha prescrito ya, un protagonista ya murió, era la manera de hacer consuetudinaria, como todo el mundo sabe. ¿Cómo cree usted que se consiguen concursos públicos de muchos millones? ¡No sea ingenuo!
En aquella época gobernaba un señor nacido en Cartagena que trajo consigo nuevos aires desacomplejados a la política y la administración valencianas. La morigeración del presidente anterior fue desbordada por un vendaval de dinamismo desenfrenado. Que ahora sabemos adónde iría a parar, qué desmanes estaba auspiciando y cuánto daño iba a hacer. No hacía falta ser un monstruo, un gángster sin escrúpulos, violento y montaraz, para incidir en ese mundo y beneficiarse. Bastaba con ser uno más, bien relacionado, eso sí, y con estar en el lugar adecuado en el momento adecuado. La banalidad de la corrupción.
La corrupción del Partido Popular ha destrozado la textura profunda de la confianza y la honorabilidad necesarias para que funcione de manera adecuada una sociedad de la periferia sur de Europa que siempre había tenido la honradez y el trabajo como valores sagrados. “És un xic molt treballador”; “És un home honrat”; “La paraula és l’home”. Son frases que resuenan en nuestros oídos y que no son fruto de la casualidad: tienen hondas raíces culturales, son elementos básicos de lo que siempre hemos considerado propio del País Valencià, ese que hay quien considera inexistente.
Aquellos que aplanaron los fundamentos de esos valores y cubrieron campos de sal, cargan con una grandísima responsabilidad. Lo mismo que sus apoyos sociales e institucionales, como una parte del empresariado, los corifeos de la relativización o la Iglesia oficial –tan anacrónica– de los arzobispos Garcia Gasco y Cañizares, que repartían bendiciones. No extraña que en un ambiente tan enrarecido hasta la visita del papa se convirtiera en lo que se convirtió, en un zafarrancho de mercaderes que nadie expulsaba del templo…
Tuvo que llegar el Govern del Botànic en 2015, tras una titánica labor de oposición con nombres propios que quedarán en los anales, y del esfuerzo valiente de los periodistas de investigación, para acabar con todo aquello y para inocular los anticuerpos necesarios, para que nunca más –nunca más! – vuelva a suceder. “La corrupción es un síntoma de una democracia enferma”, ha dicho Mónica Oltra. Es verdad, la corrupción tiene diversos significados y ramificaciones y es mucho más grave que un simple chalaneo de unos avispados que se embolsan ciertas cantidades en un descuido.
Para que ahora vengan algunos a infravalorar o a relativizar el daño que hace la corrupción o a cuestionar el mérito inmenso de quienes lucharon, asumiendo riesgos, por sacar a la luz todo aquel submundo de comisiones ilegales, tráficos, malversaciones, prevaricación, falsedades, sinvergonzonería y bolsas de plástico.
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