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El coste reputacional de la sentencia del procés

Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, con el ministro de Exteriores ruso, Sergei Lavrov.

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Liderar mediante la “fuerza del ejemplo” en lugar de hacerlo mediante “el ejemplo de la fuerza” ha sido un compromiso que el recién elegido presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, ha asumido ante la opinión pública mundial desde el momento mismo de su toma posesión. Con el ejemplo se lidera. Con la fuerza se atemoriza. De la fuerza no se puede prescindir siempre, pero no es en ella en la que tiene que descansar la imagen de un país con vocación de liderazgo. Cuando se trata de “convencer” y no solo de “vencer”, la fuerza del ejemplo supera de lejos al ejemplo de la fuerza. Por la fuerza del ejemplo un país es respetado. Por el ejemplo de la fuerza un país es simplemente temido.

Esta contraposición entre la fuerza del ejemplo y el ejemplo de la fuerza tiene que tener su máxima expresión en el ejercicio de la función jurisdiccional en todo Estado democrático. Esta contraposición debe estar presente siempre en el ejercicio de la tarea que tienen constitucionalmente encomendada tanto los fiscales como los jueces y magistrados que integran el Poder Judicial. La de todos los fiscales y de todos los jueces y magistrados sin excepción. Pero la contraposición tiene que tener la máxima visibilidad cuando son el Fiscal General del Estado y el Tribunal Supremo quienes actúan.

Cuando esto no ocurre y la Fiscalía General del Estado y el Tribunal Supremo privilegian “el ejemplo de la fuerza” a la “fuerza del ejemplo”, no son ellos solos los que corren el riesgo de dejar de ser respetados, sino que es al propio Estado del que forman parte al que puede empezar a perdérsele el respeto.

En mi opinión, esto es lo que ha ocurrido con la respuesta fiscal y judicial a los acontecimientos que tuvieron lugar en Catalunya en los meses de septiembre y octubre de 2017. La Fiscalía General del Estado y el Tribunal Supremo optaron por “el ejemplo de la fuerza” en lugar de por la “fuerza del ejemplo”. En lugar de seguir el “orden natural” del proceso de administración de justicia en un Estado democrático de Derecho y hacer entrar en acción en primer lugar a la fiscalía y al tribunal del lugar donde ocurrieron los hechos, se optó por “concentrar la respuesta en la cúspide” desde el primer momento.

De aquí arranca “el ejemplo de la fuerza”, que ha viciado de inconstitucionalidad todo el proceso judicial. La “fuerza del ejemplo” exigía que primero hubieran actuado los fiscales y jueces radicados en Catalunya y que únicamente en casación lo hubieran hecho los fiscales y los jueces del Tribunal Supremo. De esta manera se hubieran respetado los derechos fundamentales de los acusados.

De aquí arranca también el coste reputacional que la persecución del nacionalismo catalán de la forma en que se ha producido está teniendo para el sistema de administración de justicia de España. No ha habido ni un solo juez europeo al que el Tribunal Supremo haya podido convencer de que sus decisiones estaban jurídicamente fundamentadas. El Tribunal Supremo ha demostrado que podía imponer “el ejemplo de la fuerza” en España. Pero no ha sido capaz de obtener el reconocimiento de la “fuerza del ejemplo” fuera de ella. El Tribunal Supremo de Schleswig-Holstein y todo el sistema judicial belga han rechazado la extradición de Puigdemont, Comín y Puig solicitada por el juez Pablo Llarena mediante la correspondiente orden de detención y entrega. Ante la justicia escocesa y suiza el Tribunal Supremo ha renunciado siquiera a argumentar, retirando o no dictando siquiera la orden de detención y entrega. El Tribunal de Justicia de la Unión Europea desautorizó la exigencia del Tribunal Supremo de que, para adquirir la condición de parlamentario europeo, fuera preciso prometer o jurar la Constitución Española.

Todavía queda camino por recorrer.

El “virus” del coste reputacional en el ámbito estrictamente judicial ha experimentado esta semana una “mutación” y ha dado una dimensión política a dicho coste reputacional. Sergei Lavrov se ha permitido comparar la situación de los políticos independentistas catalanes en prisión con la de Aleksei Nalvani ante la protesta de Josep Borrell por la detención de este último. Por lo que sabemos, Josep Borrel enmudeció ante dicha comparación.

Ha sido la ministra de Asuntos Exteriores la que ha respondido desde España. Y lo ha hecho con una verdad a medias. No han sido el Gobierno español ni el Tribunal Supremo quienes están permitiendo que Oriol Junqueras y los demás estén haciendo campaña electoral, sino que ha sido la administración penitenciaria la que ha concedido el tercer grado, que, por lo que parece, va a ser recurrido por la Fiscalía ante el Tribunal Supremo. Tal vez la “mutación política” del virus disuada a la Fiscalía de recurrir o al Tribunal Supremo de anular el tercer grado.

Queda por ver cómo se metaboliza en la Unión Europea la comparación del ministro ruso de Asuntos Exteriores. Y el coste añadido que ello supone para el prestigio de la Justicia española y, en última instancia, para el prestigio del país.

Todavía no hemos pagado por completo la factura de la decisión de privilegiar “el ejemplo de la fuerza” a la “fuerza del ejemplo” en la respuesta judicial a los acontecimientos de septiembre y octubre de 2017 en Catalunya. Lo ocurrido esta semana en Moscú pone de manifiesto que el coste puede tener una dimensión que va más allá del ámbito estrictamente judicial.

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