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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

El nuevo mundo y su complicada alternativa

Sebastián Martín

Como sostiene el Gobierno, ya hemos salido de la crisis. Hemos terminado de atravesar el intervalo crítico para adentrarnos en un nuevo periodo de estabilidad. Con todo el sector bancario rescatado, buena parte de la deuda corporativa convertida en deuda pública y los medios bien dispuestos para una depuración en toda regla del trabajo en favor del capital, los puntos más delicados de la última coyuntura parecen haberse superado. Lo que acontece ahora ya es otra cosa: no la adopción de medidas urgentes para superar una crisis, sino la colocación de los jalones necesarios para construir un nuevo mundo.

Ese nuevo mundo en trance de alumbramiento estará signado por dos caracteres correlativos: la desigualdad económica y la concentración del poder. Los factores que están llevando los contrastes de renta a su nivel más exacerbado operan ya a pleno rendimiento. La devastación de los servicios públicos a través de recortes y concertaciones está produciendo una fuga de las clases medias hacia los seguros y establecimientos educativos privados. La anulación práctica de la negociación colectiva, el hundimiento irresponsable del prestigio sindical, la privatización de las relaciones laborales, la desprotección y precarización del trabajo y la deliberada incapacidad del capital y del Estado para generar tejido productivo y puestos de trabajo son otros tantos elementos que propician el empobrecimiento de las mayorías trabajadoras.

Esta exasperación de las desigualdades se ve acompañada por la concentración del poder socioeconómico, la cual, trasladada a las instituciones políticas, se convierte inevitablemente en neocentralismo. El abuso de la legislación autoritaria, la postergación de los parlamentos, la supremacía de los ejecutivos, la eliminación de contrapesos locales lograda con reformas de las administraciones municipales y regionales, la colonización partidaria de la justicia, el reforzamiento de las cortes supremas, pensado para atar en corto la interpretación jurisprudencial, o el endurecimiento del código penal y de las sanciones administrativas en materia de orden público van dibujando, con los pinceles de la eficiencia y la racionalización económica, un Estado inconfundiblemente autoritario, opuesto a los principios básicos de la democracia constitucional.

El incipiente nuevo mundo, con el mayor descaro, será enteramente oligárquico. La presión de los lobbies sobre los vértices institucionales del Estado y los organismos internacionales será la causa eficiente de las legislaciones, que solo de forma retórica continuarán imputándose a la soberanía del pueblo manifestada por sus representantes. El nuevo mundo continuará reproduciendo las pautas de la partitocracia clientelar, colocando buena parte de las administraciones y sus recursos económicos a disposición de grupos de intereses, redes de favores y poderes privados. No están materialmente tan lejanos los tiempos en que la forma de gobierno existente en España se definió como régimen de «oligarquía y caciquismo».

Podría pensarse que, a corto plazo, la situación a la que aboca este nuevo mundo resulta insostenible, sobre todo porque, al agredir a las mayorías, contradice en esencia un postulado básico de la democracia. Sin embargo, el nuevo mundo pronto comenzará a inmunizarse frente al peligro de su derrocamiento democrático. La organización socioeconómica que promueve no está carente de beneficiarios, cuya proporción bien puede rondar una quinta parte de la sociedad. A su previsible apoyo se suma el control de los medios, la utilidad de las divisiones simbólicas y la eficacia de las retóricas de la intransigencia, el miedo y el patriotismo, capaces de generar adhesiones al nuevo mundo en muchas de sus víctimas o de sembrar el derrotismo, la indiferencia y la dispersión entre los que podrían derribarlo. Con los regímenes electorales adecuados, inspirados en axiomas mayoritarios y bendecidos por el dogma del consenso y la gobernabilidad, podrá lograrse que un respaldo escuálido, apenas superior a un tercio del cuerpo electoral, blanqueé los nuevos sistemas políticos y los haga pasar como democracias avanzadas.

Esta tendencia histórica se presenta como una fatalidad. Aunque viene provocada por la acción consorciada de hombres de carne y hueso, aparece como una dirección inexorable, a la que los gobiernos deben plegarse con reformas de adaptación permanente, si no quieren sucumbir a la decadencia y al caos. Podrá concedérsele un irrisorio margen de maniobra, pero la política, en este nuevo mundo, consistirá en la mera gestión de lo previamente decidido por las jerarquías privadas. El mensaje central es inequívoco y muy poco democrático: no caben alternativas sustanciales, no hay más que una dirección única si se quiere gozar de un mínimo de estabilidad.

Sin embargo, basta reparar en el papel decisivo del azar en las cosas humanas, en la indeterminación sustancial de la historia, en el rico repertorio de decisiones posibles, en la habitual variación de las correlaciones de fuerzas, para que ese disfraz de fatalidad insorteable se desvanezca. Entonces, lo que en un primer momento aparecía como fenómeno inevitable, una vez descorrido el velo, se descubre que no era sino la voluntad organizada de unos pocos hombres. Y es en este punto, con la desnudez del rey a la vista de todos, cuando surge la convicción de que cambiar de rumbo es solo una cuestión de voluntad. Pero no es así.

Porque si la mayoría de un país, pese a las dificultades interpuestas, cae en la tentación de tomar un camino alternativo, entonces no habrá más que recordarle cuáles serán los más que probables resultados. Esta es la ventaja real del nuevo mundo. Su esencia chantajista. Descubiertos los titiriteros y derrotados en las urnas, comenzarán a trabajar a la luz del día con el boicot, el desabastecimiento, el secuestro del capital, la financiación de grupos subversivos, la imposible aplicación de las leyes transformadoras y de las políticas igualitarias. Muchos preferirán entonces un fin terrible a un terror sin fin. Vista la desquiciada política exterior de algunas potencias, puede incluso que se baraje la catarsis unificadora de una guerra. En todo caso, en la atmósfera planeará la amenaza permanente del castigo, sellada en la memoria colectiva desde hace décadas. Al intento transformador le seguirá la noche de la represión, tal es la certeza que se quiso grabar en la conciencia de los hombres y mujeres en 1871, en 1919-20, en 1936, en 1973.

Son fortalezas del nuevo mundo que resultaría imperdonable descuidar. Contra ellas no bastan en absoluto la indignación moral, la invocación de los principios de la ética y la justicia, el encontrarse asistido por la razón y la humanidad. Tampoco es suficiente el número, el respaldo mayoritario, el apoyo masivo popular, que ha terminado por hallarse inerme, una y otra vez, ante las embestidas del poder social. Menos aún sirve la violencia, cuya invocación suena hoy a torpe e impudorosa conducción al matadero de las masas a las que se dice secundar. Las únicas virtudes que pueden propiciar una alternativa real son la inteligencia, el realismo, la prudencia, la sabiduría, la estrategia y –como señala con brillantez Víctor A. Rocafort– la amistad.

Solo con ellas podrá emprenderse otro recorrido diverso al que nos tienen preparado. En esta ocasión histórica, de disyuntiva abierta, se comprenden los discursos encendidos que pretenden sembrar en el ánimo colectivo el deseo de la victoria. Sin embargo, nos inoculan el mal del voluntarismo ingenuo. Acaso nunca se hayan difundido como ahora tantos diagnósticos certeros sobre la coyuntura política. Por fin, podemos incluso contemplar la valiosa labor de quienes, liberados de los aparatos de partido y de los dogmas atenazadores, hacen política con vivo sentido de la estrategia. Con su aportación se ha logrado delimitar el campo de la política con arreglo a nuevas claves, más pertinentes, capaces de conquistar mayor número de asensos. Pero esto no puede ser más que el comienzo.

Para continuar creciendo, cumple ya determinar el proyecto viable de país que se plantea. Dudo que ensayar otra vez el frentismo popular sea un medio más adecuado que la leal y táctica cooperación entre fuerzas afines. Dudo incluso que el método más satisfactorio sea el de abrir un proceso constituyente de resultado incierto, en lugar de estirar al máximo las valiosas posibilidades contenidas en la actual Constitución, para labrar así un nuevo consenso del que se desprenda, como fruta madura, otro marco constitucional. Lo indudable, en todo caso, a mi entender, es que esa propuesta de país alternativo, para tener visos de triunfo, debe realizarse desde el rigor técnico, para lo cual hacen falta cuadros solventes y comprometidos. Esperándolos y aguardando su propuesta nos hallamos.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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