El capitán republicano que murió en una cámara de gas
El triste camino de persecuciones, exilios, cárceles y –finalmente– campos de exterminio que sufrieron más de veinte menorquines republicanos tras la Guerra Civil comenzó el mismo día en que la isla al fin se rindió a los sublevados, tras permanecer durante toda la contienda como territorio leal a la República. Mientras grupos de falangistas y militares golpistas abatían de las cornisas de los ayuntamientos la bandera tricolor en la madrugada del 8 al 9 de febrero de 1939, algunos de aquellos jóvenes, como Josep Caules Pons o Antoni Mercadal Cardona, embarcaron en el HMS Devonshire o en el motovelero Carmen Picó rumbo a Francia. “Se fueron porque sabían que si se quedaban los iban a matar en La Mola, como sucedió con los cientos de republicanos que no pudieron escapar al exilio. Se fueron para salvar la vida”, señala a elDiario.es el historiador Miquel López Gual.
Uno de los republicanos menorquines más destacados fue el capitán Josep María Van Walré. Formaba parte de una larga estirpe de militares y marinos de origen holandés, afincados en Menorca desde finales del siglo XVIII. Antes de su llegada a la isla, sus antepasados lucharon en la Revolución Bátava que enfrentó al bando de los Patriotas (liberales) contra Orangistas (monárquicos). Jan Van Walré, padre de Josep María, fue un destacado militar español que luchó en la tercera guerra carlista. En su hoja de servicios destacan numerosos combates como el sitio de Valls, Tortosa, Rocallaura y Córdoba, y ascendió a oficial de primera tras la toma de Gandía. Fue destinado en Cuba, donde murió en condiciones poco claras el 18 de mayo de 1897.
Su hijo Josep María siguió la tradición familiar. En 1923 entró al Cuerpo de Telegrafistas de Menorca para cumplir con el servicio militar obligatorio. Allí decidió iniciar su carrera como militar profesional. El historiador Josep Portella señala que “era un hombre atlético, alto, fuerte y decidido al que le gustaba la natación y la vida al aire libre”. En 1936 Josep María es un militar formado y respetado dentro de la suboficialidad con unas ideas políticas que nunca ocultó y que lo acercaban al ideario del Partido Comunista. El levantamiento de julio lo encuentra destinado en el cuartel Duque de Crillón de Es Castell, donde, al enterarse de que los oficiales y el Estado Mayor se preparaban para respaldar el golpe de estado, decide reunir a la tropa e irrumpe en la sala de banderas y los obliga a rendirse. Su audacia y determinación permitió detener el intento de alzamiento en la zona sur de la isla sin disparar un solo tiro.
Por su trayectoria militar fue destinado al frente del Ebro en 1937, donde permaneció en la compañía de zapadores y telégrafos con el grado de capitán. El derrumbe del frente precipita el fin de la guerra y Josep María se vio obligado a abandonar España cruzando los Pirineos. La última carta del capitán Van Walré fue premonitoria. “Queridos hermanos y sobrinos. Sin noticias vuestras desde el 21 del pasado mes. No os envío respuesta porque mañana salgo con rumbo desconocido. Escribiré en cuanto pueda”. El militar fue trasladado a Mauthausen, donde ingresó con el número 6414 y finalmente llevado al subcampo de Gusen, lugar en el que murió en una cámara de gas.
Argelès-Sur-Mer; un infierno sobre la arena
Algunos de los exiliados menorquines ya se encontraban en la península desde años antes del fin de la guerra civil –en general, destinados con responsabilidades militares o políticas–, en Granada, Barcelona, València o Zaragoza. Otros zarparon en barco huyendo de la reacción y la venganza de vecinos nacionalistas y de las sacas de la Falange local. Unos hicieron la ruta por tierra, cruzando la frontera pirenaica como refugiados, abandonando sus uniformes y charreteras de oficiales para evitar ser detenidos por el gobierno colaboracionista de Vichy. Otros se amontonaron en las sentinas de los barcos que los llevaron lejos para no volver.
La inmensa mayoría terminó en el campo de Argelès–Sur–Mer; un infierno sobre la arena de una triste playa, sin agua ni luz, ni baños, ni apenas medicamentos, que albergó a más de 400.000 exiliados republicanos. Mientras cruzaban la frontera, las radios de toda España emitían el último bando de guerra firmado por Franco. “En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado”.
Durante los primeros meses en Argèles se organizaron batallones de trabajo colectivo para intentar cubrir las necesidades básicas, siempre dentro del predio de la Playa del Norte, rodeados de alambre de espino y bajo la atenta mirada de las tropas coloniales francesas. Con todo, a pesar de la desesperación, el hambre y la derrota, los exiliados crean los “Barracones de Cultura”, espacios donde se discuten las novedades políticas, se lee literatura y poesía e incluso se llega a editar un boletín. El capitán Van Walré cuenta en una carta destinada a su hermano Joan, preso en Menorca y fechada en en febrero 1940: “Los domingos y algún día entre semana hay funciones teatrales (...) también hay un cafetín llamado 'El Cabaret', muy coqueto y adornado con su correspondiente quinteto”.
En Argelès-Sur-Mer, a pesar de la desesperación, el hambre y la derrota, los exiliados crean los “Barracones de Cultura”, espacios donde se discuten las novedades políticas, se lee literatura y poesía e incluso se llega a editar un boletín
El 25 de septiembre de ese mismo año, el ministro de Gobierno de Franco, Ramón Serrano Suñer, visitó en Berlín a Reinhard Heydrich, “el carnicero de Praga”. Consultado por el que fuera artífice material del Holocausto sobre los “prisioneros de la guerra de España” que permanecían en territorios ocupados por los nazis, la respuesta de Suñer fue que “no existen españoles allende nuestras fronteras”. Pocos días después de aquel encuentro, los republicanos exiliados fueron destinados a los campos de exterminio, con el triángulo azul de los apátridas y una “S” de Spanier cosida a la ropa.
Destino: Mauthausen
Josep María Van Walré no fue el único que acabó en Mauthausen. Corrieron la misma suerte otros republicanos menorquines como Crescenci Sintes Pons o Bartomeu Mascaró Llopis. Sus historias, como la del general, merecen ser contadas.
El primero nació en 1911 en Maó en el seno de una familia laica y de larga trayectoria militante en las filas del republicanismo de la isla. Jugó al fútbol durante varios años en el Club Unió Esportiva de Maó –que todavía hoy conserva el mismo nombre–, donde compartió campo con Floreal Barber, dirigente socialista que sería ejecutado una madrugada de 1939 en las inmediaciones del cementerio de Es Castell. Según detalla el historiador Josep Portella, “Cresenci se incorporó a la Marina Republicana como caporal y sirvió durante la guerra en el destructor Jaume I, aunque no se sabe exactamente en qué período”. Tras la guerra en España pasó a Francia, donde se incorporó a la resistencia anti nazi. Tras ser capturado por la Gestapo fue encerrado en el Stalag de Hammelburg, desde donde fue trasladado a Mauthausen el 24 de mayo de 1941. Allí murió el 3 de diciembre de ese mismo año con el número de prisionero 13.602.
Por su parte, Bartomeu Mascaró Llopis nació en Alaior en 1907. Zapatero de oficio, era sobrino de Bartomeu y Joan Llopis Camps, dos reconocidos militantes católicos y conservadores de Menorca. Según señala Josep Portella, “el joven zapatero se traslada a Barcelona en 1931, donde vivirá con su esposa Àgueda Llopis Camps en el número 9 de la calle Elisabets”. Por testimonios de sus descendientes, se sabe que Bartomeu formó parte de la militancia anarquista en las filas de la CNT y que durante la guerra se formó en la Escuela Popular de Guerra, donde ascendió a teniente. En 1939 se exilió en Francia donde fue deportado por los alemanes al Stalag de Trier, desde allí será deportado a Mauthausen en mayo de 1941. Salvó la vida por ser zapatero. Tras cuatro años de infierno, Mascaró Llopis es liberado el 5 de mayo de 1945.
Tropezar con la memoria
Stolperstein –en alemán “piedra del tropiezo”–, es un proyecto artístico internacional impulsado por el artista Gunter Demnig, cuyo padre fue un aviador de la Legión Cóndor. Se trata de un cubo que se incrusta en el adoquinado en las casas o lugares de trabajo donde habitaron aquellos que fueron deportados y exterminados durante el régimen nazi. “Es el monumento descentralizado en memoria de los antifascistas más grande del mundo. Hay más de 70.000 piezas colocadas”, señala el historiador Miquel López Gual, uno de los coordinadores de la colocación de las primeras Stolpersteine en Menorca.
“En 2018, a instancias del sindicato CGT – Ciutadella se colocan las primeras tres Stolperstein. Vino incluso Gunter Deming a colocarlas. Todo esto se hizo sin el respaldo del Ayuntamiento, que estaba gobernado por la izquierda en aquel momento. En Maó, el Consistorio decidió imitar la iniciativa, pero con respaldo de las instituciones. Entonces me encargaron la tarea de representar al Consell Insular ante el Govern y coordinar con la Fundación Deming. También fui recopilando los listados de los deportados, proceso en el cual fue clave el trabajo de Josep Portella y su 'Libro de Exilios'. Así logramos dar con los domicilios y eventualmente contactar a las familias”, destaca el historiador.
Josep Van Walré es tataranieto del capitán Josep María Van Walré. Tiene 30 años y acaba de regresar a Menorca para trabajar como fisioterapeuta tras casi diez años de vivir en Catalunya. Entre sonrisas, confiesa que el regreso es difícil, pero era inminente. “La isla llama”, sentencia. Josep tiene también los arcos sobre las cejas iguales que su antepasado, los ojos redondos, la mirada fija, la actitud recta y el gesto adusto.
En 2021 Josep asistió como familiar invitado a la colocación de una Stolpersteine en la que fuera la última vivienda de su antepasado en Menorca. “Sobre su vida sé lo que me ha transmitido mi abuelo Nicolás y gracias a documentación familiar que ha ido pasando de mano en mano desde la llegada del primer Van Walré a Menorca en el siglo XVIII. Sé que se parecía físicamente a mi padre, sobre todo en las facciones de la cara”, comenta a elDiario.es. Aunque reconoce que “comenzó a ser una figura presente cuando se hizo pública la noticia de que ponían placas por toda la isla en memoria de los exiliados y muertos en campos de concentración”. “Hasta entonces en mi familia había sido un tema tabú, tanto que mi padre sabía menos de él que yo”, añade.
Comenzó a ser una figura presente cuando se hizo pública la noticia de que ponían placas por toda Menorca en memoria de los exiliados y muertos en campos de concentración. Hasta entonces, en mi familia había sido un tema tabú
Probablemente el acto de memoria que implica la intervención del espacio público con las Stolpersteine permite a las familias reconstruir su historia, homenajear a sus seres queridos y –además– habilita una reflexión colectiva sobre nuestro pasado reciente. “Que las placas estén en el suelo nos obliga, incluso aunque no queramos, a agachar levemente la cabeza para mirar. Un gesto de respeto. Un reconocimiento al sufrimiento”, reflexiona Miquel López.
Al mismo tiempo, lamenta que “la política de memoria no se ha profundizado en la agenda del Consell Insular de Menorca desde entonces hasta hoy”. “Se han planificado actividades educativas, charlas con colegios e institutos y otras propuestas para dar a conocer la historia de los menorquines en los campos nazis y nada de eso sucedió. Incluso todavía hoy quedan algunas piedras por colocar”, enfatiza el historiador.
“Para mí fue una sensación extraña saber que un familiar mío había muerto de esa forma. Me imaginé lo que debió haber vivido y me entristeció”, señala Josep Van Walré, a quien le parece una “vergüenza que en Europa vuelvan a escucharse nuevamente discursos que relativizan o ponen en tela de juicio la existencia de los campos de concentración e incluso se aplaudan figuras vinculadas al régimen nazi”.
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