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The Guardian en español

ANÁLISIS

Lo que sabemos sobre la COVID-19 y las vacunas evoluciona constantemente, y eso es una buena noticia

Profesora adjunta de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Sídney
Un trabajador de la salud prepara una dosis de la vacuna Sinovac CoronaVac

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Cuando lean esta columna, ya habrá quedado desfasada. ¿Por qué? Porque cada día nos llegan nuevos datos que hacen que tengamos que replantearnos y reescribir nuestra respuesta a la COVID-19, especialmente en lo relativo a los programas de vacunación. Esto es positivo. Me explico.

La epidemiología -de hecho, igual que todos los programas de salud pública y la investigación clínica- se basa en evidencias, en datos. La COVID-19 ha puesto de manifiesto uno de los mayores retos de la sanidad: elaborar políticas acertadas y poner en marcha programas de miles de millones de dólares a sabiendas de que no hay datos suficientes para respaldar la decisión que se va a tomar. La COVID-19 ha demostrado abiertamente que en esta crisis de salud pública mundial se toman decisiones de vida o muerte. Por eso, los responsables de políticas sanitarias se pueden sentir obligados a actuar a pesar de no disponer de toda la información que sería necesaria para tomar una decisión. Deben elegir, conscientes de que seguirán llegando datos que pueden alterar o incluso revertir su decisión.

El caso de las mascarillas

Una afirmación del principal experto en enfermedades infecciosas de Estados Unidos, Anthony Fauci, pronunciada en marzo de 2020, ilustra perfectamente esta situación: “Nada nos hace pensar que sea necesario llevar mascarilla”. Esta afirmación se tuvo que corregir muy rápido por entender mejor el virus, especialmente de cómo se contagia, es decir, sobre todo a través de partículas de aerosoles.

Mi experiencia con lo que solía describir como “tomar el 100% de las decisiones sobre medidas de vida y muerte con el 5% de la información que realmente necesitaríamos” creció cuando trabajé como asesora en política sanitaria mundial en la Agencia para el Desarrollo Internacional del Departamento de Estado de EEUU. Me enfrentaba diariamente a este dilema, llevando mi sombrero de epidemióloga mientras rellenaba documentos de política en materia de salud y agua que influirían en cientos de millones de dólares de ayuda de los donantes. Esta experiencia me sirvió como base de mi tesis doctoral sobre salud pública, “Donde no hay datos”.

Lo que nos gustaría haber sabido antes

A lo largo del último año he estado rastreando a diario “lo que sabemos ahora que desearíamos haber sabido entonces” sobre la COVID-19, su transmisión y prevención. Y rastreando el nivel de evidencia que respalda las decisiones realmente importantes relacionadas con la pandemia.

Entonces, ¿cómo evalúan los epidemiólogos, los médicos y otros científicos el peso que deben dar a la cantidad ingente de datos procedentes que llegan desde todos los frentes? Los epidemiólogos llaman a estos datos “evidencia”, y confían más en los datos que cumplen criterios más estrictos.

En la base de la pirámide de la evidencia, la menos fiable, se encuentran los datos anecdóticos e idiosincrásicos, como los informes de casos de pacientes concretos: un ejemplo son los efectos secundarios que unos pocos pacientes pueden haber experimentado tras la vacunación. En la cúspide se encuentra lo que se denomina revisión “sistemática” o “metaanálisis”: una revisión y análisis exhaustivos con conclusiones extraídas únicamente de proyectos de investigación y evaluaciones elaboradas con rigor. Se han realizado pocos estudios de control aleatorios, por lo que los datos de las revisiones sistemáticas todavía están lejos. Disponer de un mayor número de estudios, y más rigurosos, nos podría dar una mayor comprensión de los distintos grados de eficacia y efectividad de las vacunas, y cambiar la “clasificación” que estamos tentados a usar hoy para comparar las vacunas de AstraZeneca, Moderna y Pfizer.

¿Por qué importa esto? Porque las situaciones de crisis exigen decisiones urgentes. Y porque ahora mismo la aprobación, financiación y aplicación de un número creciente de vacunas contra este tipo de coronavirus es una decisión de vida o muerte a escala mundial. Las decisiones sólo pueden guiarse por las evidencias que ofrecen los datos, combinadas con la viabilidad y los costes de cada vacuna, y a la luz de los objetivos de salud pública de la vacunación. El mejor de los escenarios sería una vacuna barata, de una sola dosis, que no necesitara refrigeración, que se mantuviera estable con el paso del tiempo, que detuviera la capacidad infecciosa inmediatamente después de ser administrada y que fuera muy eficaz y proporcionara inmunidad contra todas las variantes de la enfermedad, en condiciones reales (frente a condiciones controladas o a pequeña escala). En el peor de los casos, se trataría de una vacuna cara y volátil que requiriera dos o más dosis (y refuerzos frecuentes), que necesitara un almacenamiento y transporte a baja temperatura extremadamente costosos, que proporcionara una baja inmunidad, etc. Ya te haces una idea.

¿Dónde estamos en este momento? Más o menos en el limbo en lo relativo a información sobre algunas cuestiones importantes. La mayoría de las vacunas que logran ser aprobadas y distribuidas han sido probadas y evaluadas en lo que se conoce como ensayos de fase 3, cuyos participantes se cuentan por miles. Pero todavía no en la vida real, generando datos de fase 4 de poblaciones muy grandes, que normalmente sólo están disponibles una vez que una vacuna u otra terapia se vende en el mercado de forma masiva.

La lista actual de “incógnitas conocidas” incluye:

  • ¿Qué eficacia tendrá cada vacuna contra cada una de las variantes del virus que vayan surgiendo?
  • ¿Qué entendemos por eficacia? ¿Contra la transmisión? ¿Para la prevención de síntomas graves? ¿Para evitar la muerte?
  • ¿Cómo de “contagiosa” será una persona después de una (y dos) inyecciones?
  • Si es necesario un refuerzo para proteger contra las nuevas variantes, ¿en cuánto tiempo?
  • ¿Es previsible que aparezcan más “incógnitas”? (Sin lugar a dudas).

Seguirá habiendo muchas lagunas de información porque el patrón de comportamiento de este virus es igual al de todas las gripes y está en constante mutación.

Rapidez sin precedentes en las investigaciones

Sin embargo, también es cierto y tranquilizador que los científicos, investigadores y clínicos han logrado resultados asombrosos en los diez meses de desarrollo de la vacuna desde principios de 2020, resultados que normalmente tardarían en llegar unos diez años. Eso nos permite poner en contexto las incógnitas conocidas. La velocidad con la que estamos recabando datos científicos sobre la COVID-19, así como sobre los efectos clínicos y las vacunas, no tiene precedentes y es un hecho muy positivo. Tenemos en la actualidad media docena de vacunas que son muy prometedoras. Científicos, investigadores, clínicos y fabricantes de vacunas y de medicamentos trabajan a un ritmo vertiginoso para no quedar rezagados con respecto a un virus muy inteligente que no para de evolucionar y es esquivo. Así que lo que hoy es desconocido será conocido mañana, por así decirlo.

Es de esperar que, a medida que el virus muta, se mantenga la brecha entre los datos que tenemos y los que necesitamos. Afortunadamente, tenemos mucho más que “el 5% de los datos que necesitamos”, y las vacunas que están disponibles en la actualidad se están demostrando bastante buenas. Los datos siguen siendo prometedores.

Los científicos, investigadores, expertos en salud pública y médicos se basan en datos, son prudentes y cautos porque la historia ha demostrado que es la mejor manera de protegernos. Los antivacunas y los creyentes en conspiraciones no lo son. Paradójicamente, las preguntas sin respuestas sobre la COVID-19 y las vacunas son razones para confiar en la ciencia y que nos vacunemos sin demora. Un experto explica la razón básica para vacunar lo antes posible: “Quieres mantenerte alejado del hospital y de la morgue”.

Así que lo que acabas de leer probablemente ya no esté actualizado cuando pulses “enviar” para compartirlo con tu familia, amigos y colegas. Y eso es una buena señal.

  • Abby Bloom es directora de la Junta de Aguas de Sídney, la Red de Hospitales Infantiles y el Organismo Estatal Regulador de Seguros de Australia. También es profesora adjunta de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Sídney y de la Escuela de Negocios de la Universidad de Tecnología de Sydney.

Traducido por Emma Reverter

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