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La cárcel más grande de todas las cárceles

Eleonor espera con su patinete en su segunda salida

Elena Cabrera

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Otra negra nube viene a arrancarme el corazón. No lo digo yo, pues quedaría muy pretencioso, lo dice Javier Corcobado en una canción que me acompaña mientras escribo esta página de mi diario. Citar también es pretencioso, pero un poco menos. Pide este poeta, descarnado y furioso, un cielo donde pueda arañar la libertad porque —y ese es el descubrimiento que justifica esta canción— la libertad es la cárcel más grande de todas las cárceles. Puede ser. Qué intensa se siente la vida cuando te falta y qué placer arañar un poco de lo que te han quitado. Como diría Corcobado, qué brillantes son las calles cuando el latido se va.

Hoy no era un lunes como otros lunes del confinamiento, en el que Eleonor saca con resignación los cuadernos y los libros de la mochila después del fin de semana. Los sigue guardando ahí dentro cada tarde, como si tuviera que estar preparada para volver al colegio mañana mismo. Cuesta decirlo en alto, pero muchas madres y padres sospechamos que, al igual que ya hemos sacado la ropa de verano, podríamos ir guardando la mochila en el maletero. Una familia del colegio de Eleonor fue el domingo a colgar en la puerta del centro una enorme pancarta de colores que decía que querían “volver” y que “¡fuera virus!”. Su intención era dejarla allí y que otros niños y niñas, aprovechando las salidas, la firmaran. La idea era bonita, pero unas horas después fue desarticulada debido a que las autoridades decidieron que podría suponer un foco de infección. Por otro lado, yo pensé, no estoy segura de que me hija firmara lo de las ganas de volver pronto al cole. Si guardamos la mochila, creo que se pondría contenta.

Decía que este lunes no es como otros porque ayer Eleonor salió a la calle y, después de catar los aires de libertad del exterior, de recordar que ella era una niña que bajaba corriendo por la calle hasta su colegio y que jugaba en un parque que, al fin, comprobó con sus propios ojos que estaba clausurado con un plástico policial. En ese momento, Corcobado hubiera dicho: “ya no quiero más mentiras con postizos de ilusión” pero Eleonor, que es menos intensa, dijo “quiero bajar a la calle, otra vez”. No había completado las tareas del día y mi primera reacción fue decirle que no. Soy la típica madre aguafiestas. Pero antes de abrir la boca, lo pensé dos veces y me dije a mí misma que porqué no. “Pues vale, vamos”. Me levanté de la silla. Eleonor me miró asombrada. “Venga, vamos a la calle, porqué no”.

Estamos metidas en este estado de obediencia, de cautela, de alarma, en el que todo lo que hacemos provoca temor. Y esto sí que da miedo, sentirse así. Dejando los deberes de matemáticas a medias, abandonados sobre la mesa, nos vestimos apropiadamente, elegimos nuestras mascarillas y nos preparamos para abrir la puerta. Como la cosa me pareció un poco loca, le dije, espera, voy a aprovechar para ir a comprar. “Eso ya no es un paseo de verdad”, me dijo, con razón. Recordarle que nos habíamos quedado sin yogures fue suficiente argumento.

El paseo de ayer también parecía que formaba parte de lo que teníamos que hacer, de nuestros deberes. Pero, en el de hoy, nos sentíamos diferentes. Eleonor misma me lo dijo, mientras me esperaba en un paso de cebra, después de haberse embalado con el patinete: “hoy me gusta más”. Le pregunté porqué, pero no me supo decir. De todas formas, no hacía falta, yo ya lo sabía. Era por eso, porque salir así, sin haberlo previsto, era menos un postizo de ilusión que el paseo del día anterior, que fue tan solemne que daba hasta miedo usarlo.

Después de vagar por una calle u otra, según el capricho de su patinete, decidimos poner rumbo al pequeño supermercado. El charcutero, como a su vez le pasó al carnicero, también se había reincorporado a su trabajo después de haber pasado el coronavirus. Le saludé, se encontraba bien. Por supuesto, seguía sin haber harina en la estantería correspondiente. Pero eso no es grave, el escándalo estaba en la frutería, con peras y mandarinas al precio de percebes. Pocas cosas bajaban de los cuatro euros. Las alcachofas estaban aceptables, por ser de temporada, pero la calabaza era un artículo de lujo que, me confesó el frutero, se estaba poniendo mala porque nadie la compraba.

“Ponme tres peras y cuatro mandarinas”, le pedí, racañeando. Eleonor se había quedado en la puerta, dando vueltas en círculo con el patinete y, de vez en cuando, me asoma para comprobar que estaba bien. “Tardas mucho —me dice— seguro que estás hablando con todo el mundo”. Mi hija está en una edad en la que no sabe si le gusta o le molesta que su madre sea periodista. En general, depende de lo que tarde en devolver mi atención hacia ella. Algún día, cuando pasen los años y lea este diario, me perdonará el rato que le hice esperar fuera.

Volví a por salsa de soja y me costó encontrarla. En este supermercado tienen unas estanterías que siempre me son invisibles y es donde ponen todo lo que nadie encuentra. Es ese pasillo en el que nunca miras. El frutero me señaló dónde se escondía la salsa y le dije que seguro que es ahí donde tienen kilos de harina y levadura que nadie compra, detrás de los botes de mostaza de dijon. Me juraron y perjuraron que no, que de verdad que no tenían harina escondida solo para los clientes que les caen bien. Al salir, le pregunté a Eleonor si había pasado algo de interés. “¿Algo que puedas contar en tu diario?”, me respondió. “Bueno… cualquier cosa interesante que te haya pasado”. “No, nada”, me contesta. “A no ser que te interese lo del policía”.

Me paré en seco. “¿¿Qué policía??”, le pregunto. Ella se aleja de mí dándole a la rueda del patinete. Otra vez el miedo. De todo se me pasó por la cabeza. ¿Estará prohibido en el estado de alarma dejar a las niñas solas en la puerta del súper dando vueltas en círculo en patinete? ¿Estará prohibido dar vueltas en círculo en patinete? ¿Llevo el DNI de Eleonor en la cartera? ¿De cuánto será la multa?

“Vino un policía y me dijo hola”, me cuenta, cuando al fin le doy alcance. Me temí lo peor. Le pedí más información, que prosiguiera con la historia. Eleonor ha aprendido a hacer pausas dramáticas. “Luego entró al supermercado, compró una barra de pan y, al salir…”. Otra pausa. “¿Qué te dijo al salir?”, le pido nerviosa que me cuente, mientras miro a nuestro alrededor buscando uniformados y coches patrulla. “¡Al salir me dijo adiós!”.

Pues muy bien, ese fue su amable encontronazo con el brazo armado de la ley. “¿Y tú qué le dijiste?”, le pregunté, desactivando las alarmas. “Primero, hola y luego, adiós”. Pues claro. Tengo que revisarme esto del shock en el que me he instalado, que me diría Naomi Klein, y dejarme contagiar de la tranquilidad de mi hija. Dejé la bolsa de la compra en casa y decidimos alargar un poco más la salida con algo que se pareciera más a un paseo, a un vagar sin rumbo fijo, una deriva.

209.465 casos de COVID-19 confirmados por PCR en España. En Europa han contabilizado 1.345.241 y, en el mundo, 2.810.325. Dos últimos versos más de la canción de Javier Corcobado, que se ha quedado inquebrantablemente pegada a esta página: “dame un cielo donde pueda arañar la libertad, dame un cielo donde pueda abrazar la eternidad”.

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