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Un final abierto

El estado de alarma dejó suspendida en el tiempo la liquidación de un negocio tradicional en el barrio de Prosperidad.

Elena Cabrera

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Estos días hay una importante reflexión sobre el control, frente a una idea de la responsabilidad. Aunque también nos asalta la duda de si lo que creemos que es responsabilidad no será una forma de control inducida. Todo hay que pensarlo.

Yo era una modélica ciudadana hasta aquella mañana en la que mi hija Eleonor salió por primera vez a la calle desde que empezó el confinamiento y, paradas en la acera, me preguntó por qué estábamos esperando a que se pusiera en verde el semáforo si no había pasado un solo coche en todo este rato. Era cierto: el tráfico se había evaporado y las personas, andando o en bici, reconquistaban la calzada. Hasta ese momento y durante los ochos años de vida de Eleonor, yo había sido obstinadamente pesada con los semáforos, pues uno de mis miedos atávicos son los niños atropellados. No venía nada y decidí saltarme la regla de oro, aunque la figura del peatón pasó de rojo a verde cuando estábamos a mitad de la calle, así que lo sentí como una transgresión solo a medias. Casi como si nos dieran la razón. Ahora la calle es nuestra, o algo parecido, me dijo Eleonor, y eso me hizo sentir que el escenario vial se había convertido en un campo de batalla y que la conquista legitimaba la infracción.

En otra ocasión, salí con todo tipo de bolsas de basura y las fui repartiendo en sus contenedores respectivos, recorriendo mi calle. Ya he contado aquí que soy una policía del reciclaje y me enfado con los desastres que me encuentro en el cubo del compost. Tenía una última bolsa en la mano, un hatillo de residuos textiles, y caminé hasta el contenedor más cercano, que está a cinco minutos de mi casa. Cuando llegué a él, encontré un precinto roto y un papel pegado en la tapa, que indicaba que durante el estado de alarma se suspendía la recogida de ese tipo de residuos. Rogaban que no se depositaran bolsas con ropa en el suelo. En el suelo, había depositada una bolsa de ropa medio abierta. Contrariada por tener que volver a casa sin cumplir la misión, miré a ambos lados, por si alguien me estuviera observando y probé a abrir, agarrando la barra con la manga de la chaqueta, a ver si por casualidad podía dejar la bolsa igualmente. El contenedor estaba a rebosar. Con fastidio, me volví a casa. Puede que lo del semáforo hubiera iniciado mi vida como desobediente civil, pero lo de dejar bolsas en el suelo es una degradación postapocalíptica, tipo Mad Max, para la que todavía no estaba preparada.

El ruedo político y sus cloacas en las redes sociales están plagados de mensajes que llaman a la desobediencia. No fue lejos de mi casa donde el partido de ultraderecha llamó a manifestarse dentro de los coches portando banderas de España. Parece como si hubiera un espacio para todo eso, pero no para elaborar una postura crítica, asentada en zonas grises y que se mueva fuera del eje obediencia/desobediencia. Lo he leído en un interesante artículo escrito por Elisa McCausland y Diego Salgado, publicado en Dirigido por, sobre los imaginarios de la pandemia, como la publicidad, a la que ya aludimos aquí, pero también los discursos, las imágenes y las narrativas, como podría ser este mismo diario personal. “Es perturbador constatar hasta qué punto, en sintonía con el conformismo sociopolítico apuntado, las vertientes críticas y especulativas han brillado por su ausencia entre los artistas”, escriben los autores, que nos hablan de “impotencia expresiva” y “alienación discursiva”. Los imaginarios populares, en cambio, han sido más transgresores, desde la reflexión sobre la proyección mediática de Fernando Simón que hizo Christian Flores en forma de canción o el choteo nocturno en forma de memes con las fotografías posadas por la presidenta de la Comunidad de Madrid para un periódico, las cuales, aquella noche, no hicieron más que empeorar el insomnio pandémico.

Algunas reacciones a mi relato sobre la bronca policial de este fin de semana, debido a la alta densidad de niños y niñas en el parque de nuestro barrio, inciden en esta misma línea de posiciones morales limpias y en bloque, que se niegan a ver los recovecos de las acciones cotidianas. Aunque le pongamos sentidiño a las cosas, las personas no somos eslóganes y a veces cruzamos con el semáforo en rojo y dejamos bolsas donde no toca. Habrá quien lo haga por desobedecer y quien, sinceramente, no aguantó más y necesitó saltarse las reglas, ese día. Es verdad que los artículos quedan más redondos cuando las posiciones son claras e inamovibles, pero si quieres contar la vida tal y como te pasa, o te traspasa, tienes que conformarte con finales abiertos y premisas sin rematar.

El mundo está a punto de superar los 4 millones de infectados por coronavirus (3.925.815). En Europa, son 1.692.994. Y en España, 227.436 diagnosticados por PCR. Esa es la situación actual, aparentemente.

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