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El odio

La Virgen de la Merced amamantando al Divino Niño y a San Pedro Nolasco.  Escuela Cuzqueña

Ruth Toledano

Solo en lo que va de año se han producido en Madrid tres agresiones por LGTBIfobia. Tres que sepamos, es decir, que las víctimas hayan denunciado, pues estoy convencida de que habrá otros ataques que queden en el armario del miedo, de la vergüenza o del desaliento. Por no hablar de lo que podemos llamar microhomofobias o microtransfobias, prácticas de violencia cotidiana tan sutiles, interiorizadas en el imaginario colectivo y fomentadas por el discurso de los poderes que, al igual que los micromachismos, pasan desapercibidas aunque vayan minando psicológicamente a las personas que son sus objetos directos, y haciendo un daño profundo y sostenido a la convivencia social.

No sería la primera vez que la Historia asiste a la pérdida de unos derechos ya conquistados, máxime si esa conquista fue débil, superficial o incompleta. En plena presunta democracia hemos visto como iban mermando en nuestro Estado derechos que costaron mucha lucha y que dábamos, a estas alturas, por inalienables: el trabajo, la vivienda, la salud o la libertad de expresión se han visto recortados por la rapiña de esos poderes, que han encontrado en los gobiernos del PP la herramienta perfecta para su control. Los derechos LGTBI, derechos humanos, forman parte de esas frágiles y hasta falaces victorias, y su consecución sigue costando sangre, sudor y lágrimas. Máxime cuando los sujetos de esos derechos no se asimilan al modelo normalizado y que conviene al statu quo, convirtiendo en impostura esos derechos mismos. Una transexual madura, por ejemplo, última víctima conocida del odio a la diversidad.

La agresión que sufrió esta persona en Lavapiés viene a sumarse a un rosario (que rima, no lo olvidemos, con ovario) de ataques violentos por LGTBfobia. Si bien nunca han desaparecido, es un hecho que hay un repunte en estos delito de odio. La pregunta es por qué. Y la respuesta más dolorosa, también la que más vergüenza habría de causarnos, quizá podría habérnosla dado el joven Alan, que con solo 17 años se suicidó en diciembre en Barcelona, víctima del acoso escolar y de la presión social. Duele pensar que Alan sería la mejor fuente de información de nuestra intolerancia, que los más pequeños detalles de su angustia eran claves para explicar la salud de la que goza el odio, para depurar responsabilidad en esa enfermedad.

Me gustaría, por ejemplo, saber qué piensan sobre las agresiones por homofobia y transfobia Celia Villalobos, Jorge Fernández Díaz o Pilar Cernuda. Qué sienten. Me gustaría saberlo porque Villalobos es vicepresidenta primera del Congreso de los Diputados, Fernández Díaz es ministro del Interior y Pilar Cernuda es una periodista del régimen (del Régimen) con silla en las tertulias de televisión prime time. ¿Que qué tienen que ver estas tres personas con las agresiones de esa clase que se han venido produciendo en Madrid en los últimos tiempos? En principio, nada. Sin embargo, la violencia verbal que han ejercido estos días a través de declaraciones relacionadas con los nuevos diputados de Podemos, me ha hecho recordar aquella frase que nos repetían de niñas para hacer de nosotras personas pacíficas, “la violencia llama a la violencia”, y que más tarde leí en Jean-Paul Sartre: “Basta con que un hombre odie a otro para que el odio vaya corriendo hasta la humanidad entera”.

Con perplejidad, hemos visto cómo tras la sesión constitutiva del Congreso de los Diputados Villalobos faltó al más básico respeto a un cargo electo en base a su peinado, mientras que en el hemiciclo juraban cargo al menos dos imputados por corrupción procedentes del Partido Popular. Al ministro que condecora vírgenes, por su parte, le parece “lamentable” que una madre cumpla con sus obligaciones laborables mientras da el pecho a su bebé. ¿Le parecen también lamentables las numerosas representaciones pictóricas de la Virgen María amamantado al Niño Jesús? Más aún, ¿qué puede decir de esa Virgen de la Merced que amamanta a dos tetas: a una se engancha el niño y a la otra un San Pedro Nolasco que peina canas? Y, por último, llega dese un plató la periodista que mamó el odio en el seno familiar, esa Cernuda que tanto tiene de falangista y tan poco de poeta, a decir que los nuevos diputados huelen mal y que la “progresía” no está reñida con la ducha. Apesta esta señora.

Ante la violencia de declaraciones así, ¿podemos realmente extrañarnos de que crezca el odio en la calle? En gran medida, las vergonzosas, insultantes palabras de odio de estas tres personas responden a mis preguntas sobre lo que está pasando ahí fuera, sobre esa violencia reeditada, que se manifiesta como un goteo de terror. Que la derecha no acepte la diferencia en el Congreso demuestra que siente que le está siendo usurpado algo que es suyo, que solo a ella pertenece, demuestra que para ella la democracia no es sino un subterfugio, solo por desgracia necesario, para detentar el poder. Si llega el otro, por legítima y legal que haya sido su entrada, el ladrón se siente robado. Y las formas de su reacción producen bochorno: son tan violentas dentro que explican el odio de fuera. Así el matón transfóbico en la calle. El odio matando adolescentes. El odio pateando mujeres transexuales. El odio corriendo hacia la humanidad entera. Violencia llamando a violencia.

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