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Yo me sacrifico, tú te sacrificas, él nos sacrifica

Rosa María Artal

Últimamente ese corifeo que forman -en distintos tonos y timbres- el gobierno y los altos mandos del PP, repiten que nos han “pedido” sacrificios. Les confieso que yo siempre me quedo perpleja. Si es una solicitud, implica que podemos negarnos. E incluso responder: sacrifícate tú. En todo caso, sacrificarse siempre es voluntario, porque de ser otros los que te inflingen “sacrificios” se trata con mucha más propiedad de tortura.

Veamos. El concepto se las trae. Habla de “ofrecer o dar algo en reconocimiento de la divinidad” en la primera acepción de la RAE. ¿Los mercados directamente o sus representantes en la tierra FMI, UE, BCE e incluso Angela Merkel o el propio Mariano Rajoy y todos los actores y beneficiarios del neoliberalismo? La primera reflexión fundamental es saber quién ha establecido esa jerarquía, tan drástica e incontestable que impone perjuicios y privaciones al resto.

“Poner a alguien o algo en algún riesgo o trabajo, abandonarlo a muerte, destrucción o daño, en provecho de un fin o interés que se estima de mayor importancia”, aclara el diccionario. Y se ajusta a la realidad. Ya vimos y vemos que cada vez se nos hace pagar más por menos servicios, y es evidente que esos dolores y quebrantos se practican “en provecho” de algo superior a nosotros, el común de los mortales. La divinidad propiamente dicha. De “matar reses u otros animales, especialmente para el consumo”, empezamos, por tanto, a no estar muy lejos (entiéndase el consumo de la deidad). ¿Quién ha elegido y aceptado esa superioridad de algo o alguien por la que se sacrifica a los demás?

La Real Academia de la Lengua ofrece también dos acepciones más concordantes al siglo XXI, sin dioses ni nada. Para ellos, sacrificio es igualmente: “Sujetarse con resignación a algo violento o repugnante”. A las pruebas me remito sobre las arcadas que nos producen a muchos –diría que hasta a la masa ameba- las medidas políticas, sociales y económicas que nos están aplicando. Pero de “resignación” en buena parte de los casos ni un ápice, más bien nos generan indignación y hasta exacerban bajos instintos. Hay quien sin embargo se tapa la nariz y los ojos, al parecer, y acepta el suplicio seguramente basado en otra definición: “Renunciar a algo para conseguir otra cosa”. ¿Qué? ¿Ser cada día más pobres y más desgraciados? Ah, la divinidad asegura y las protozoos creen que será la recuperación económica, el empleo y el maná en lluvia profusa. Pero la gente que piensa y saca conclusiones ya sabe que esto no va a suceder y que -el lejano día en el que por este camino cuadre alguna cifra- será a costa de unos ciudadanos altamente “sacrificados” de vida y futuro. ¿Quién gobierna realmente y para quiénes se gobierna? ¿Creen que oleremos siquiera el botín que, a nuestra costa, se han reservado?

De cualquier forma, usar la palabra “sacrificio” en política, lo mismo que el “gobernar implica repartir dolor” de Gallardón, es concebir la vida pública como una religión. Como la católica para ser más precisos que lidera (con el judaísmo) el uso de la tristeza, el daño, el castigo, la resignación, la culpa y la pena entre todas las existentes hoy. Ya sabemos que los “sacrificios”, incluso humanos, sí se practicaban en las épocas previas al conocimiento, o en las que quisieron apagarlo. Aceptar esa directriz en el lenguaje, no es inocuo: se interioriza en la mente. Y hace aparecer el sacrificio como algo bello y esforzado. Para algunos al menos. Nunca el lenguaje es inocuo.

Siempre he imaginado al PP metido en una cámara de criogenización, en la que entraron cuando la dictadura franquista se encontraba en pleno apogeo, a conservar su naturaleza. Algunos, por edad, debieron nacer incluso dentro de ella. Alimentados todos ellos con las esencias de Torquemada y otros ilustres antecesores que aún deben levitar sobre las cápsulas. Salían, descongelados temporalmente, a esparcir declaraciones. Ahora ya, con el poder en las manos, hacen daño y destruyen como manda el sacrificio. A otros.

Pero que no nos engañen, esto no lo sufrimos por propia voluntad. Yo no me sacrifico. Tú tampoco, creo. Nos sacrifican. Y, a veces, aún dicen que “no les gusta” hacerlo. Nadie nos “ha pedido” nada, es impuesto. Y sacrificar a otros viviendo uno, además, divinamente –nunca con más propiedad- tiene un nombre bastante menos bucólico: tortura y, en todo caso, privación de bienes.

No queremos ganarnos el cielo que es asunto muy personal, queremos una sociedad real, moderna y avanzada en la que se busque el bien de todos los ciudadanos. Compuesta -precisamente- por ciudadanos, no por feligreses. Y en la que un mandato de gestión no implique creerse una divinidad. Mal andamos, por cierto, si estos personajes son nuestros dioses.

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