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La tercera república

José María Barbado López

Socio de El Diario —

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Una vez más las banderas son utilizadas para encrespar a las masas y tapar miserias. Muchos catalanes enardecidos enarbolan las enseñas movidos en parte por políticos acosados por la corrupción que huyen hacia adelante para hacer olvidar sus problemas con la justicia, poniendo al frente de la secesión a peleles para que sirvan de mártires. Otros políticos, a sabiendas de ello, no han dudado en formar piña con los partidos que alojan a presuntos corruptos para conseguir su objetivo independentista.

En el resto de España, Rajoy no fue integrante de una red organizada a gran escala de políticos y empresarios dedicados a esquilmar las arcas públicas, delitos más reprobables que intentar conseguir aspiraciones legítimas de independencia utilizando métodos ilegales. Tampoco Rajoy fue el promotor de las mayores desigualdades surgidas al abrigo de la crisis. Es el salvador de una economía cuyos beneficios recaen mayoritariamente sobre las clases acomodadas y, sobre todo, el guardián de la integridad del suelo patrio. Todo lo demás pasa a segundo plano y queda relegado en las encuestas de preocupación de los españoles.

La justicia, con su característica lentitud al avanzar en la adjudicación de responsabilidades derivadas de los presuntos delitos de corrupción, delitos que también ocasionan un gran peligro a la democracia y hace aflorar sentimientos populistas, ha estado ágil a la hora de aplicar la ley para detener el proceso desintegrador de la unidad patria, mientras que a la monarquía, tibia y poco beligerante con la corrupción y las desigualdades, no le ha temblado el pulso al mostrarse enérgica y contundente ante quienes atentan ilegalmente contra el sagrado principio constitucional de la unidad de la nación española.

Ya nos lo hacía ver Gerald Brenan en su Laberinto Español: desde 1788, fecha de la muerte de Carlos III, ningún rey español ha terminado sus días en el ejercicio de su cargo. Ha habido dos excepciones, que al ser revisadas, confirman que en estos dos casos también podría haber sucedido así. Fernando VII, “El Deseado” antes de terminar la guerra de la Independencia, y “El Rey Felón” después, conocido por los historiadores como el peor rey de la historia de España, pudo terminar sus días como rey por el apoyo que una década antes le brindaron los absolutistas franceses con la remesa de los “cien mil hijos de San Luis”; de no haber mediado la intervención, posiblemente hubiera sido destronado, bien por los partidarios de su hermano Carlos, o, más probablemente, por los liberales que clamaban por la restitución de la soberanía popular y la Constitución de 1812. Su padre, Carlos IV, fue destituido por Napoleón, muriendo en Nápoles. En su lugar, impuesto por el corso, reinó José I, quien duró el tiempo que el ejército francés permaneció en la península.

El otro rey que murió coronado fue su nieto Alfonso XII, tan joven, que tal vez no tuvo tiempo de comprobar el desgaste del sistema de gobierno implantado por Cánovas, ni los turbulentos principios del siglo XX. Su madre, Isabel, fue destronada por la revolución de 1868 y murió exiliada en París. La implantación de la monarquía electiva en la persona de Amadeo I fue un fracaso que unió a toda la oposición y provocó la renuncia del monarca. El hijo póstumo de Alfonso XII, el XIII, aunque reinó casi cuarenta y cinco años, tuvo que ser asistido por una dictadura, y hundida su popularidad por su más que probable responsabilidad en los desastres del ejército de África, abandonado incluso por los propios monárquicos, tuvo que exiliarse, muriendo en Roma.

Tras la oprobiosa dictadura del general Franco, el dictador nos impuso no la República que se encargó de eliminar, ni al hijo y heredero Juan de Borbón, sino a su hijo Juan Carlos, que en aras de la reconciliación del país fue aceptado constitucionalmente por la mayoría de los españoles.

Aquel rey, Juan Carlos I, tras protagonizar la transición democrática, abrumado por la impopularidad de los últimos años, y para salvar la imagen de la monarquía, abdicó en su hijo Felipe. Éste parece querer cortar con la línea de la restauración monárquica impuesta por Franco, a quien recientemente reconoció como dictador. Felipe VI se mantiene dentro del papel que la Constitución le tiene asignado, es decir, no se mete en política; tal vez por eso no se manifiesta fehacientemente en contra de los abusos del capitalismo, del aumento de la desigualdad, del robo sistemático al que muchos políticos están sometiendo a las arcas públicas. Y es que, pasados ya largos años desde que los españoles se avinieron a reconciliarse, hoy, lo que llamamos “democracia” se ha convertido en un ejercicio de voto cada cierto tiempo, que no lleva a grandes consecuencias, porque una auténtica democracia debe basarse en dos factores que no se dan en la actualidad: la formación y la información. De la formación en los asuntos públicos sólo citaré las frases “Yo no me meto en política” y “todos los políticos son iguales”. De la información, sesgada por la inexistencia de medios realmente independientes, pagados muchos de ellos por los poderes fácticos que nos siguen gobernando desde antes de las primeras elecciones democráticas cuyo 40 aniversario celebramos; el poder económico de las grandes familias de siempre, el poder judicial que no interesa que funcione, y la iglesia católica, que aún mantiene gran parte de su poder e influencia.

¿Terminará Felipe VI sus días como rey de España? En un reciente artículo, el republicano catalán Joan Tardá, “El referèndum sobre la República Catalana conduirà a la III República”, nos presenta la similitud entre la proclamación de la República Catalana de Maciá y el advenimiento de la II República Española, con el movimiento independentista actual protagonizado por algunas fuerzas políticas con el apoyo de una gran parte de ciudadanos, como premonitorio de la III República. Yo, que no soy partidario de la desintegración, sino de todo lo contrario, pero que sí soy incondicional del derecho a decidir; que no voté la Constitución, entre otras cosas, porque no consagraba el derecho de autodeterminación, aunque fuera con ciertas garantías, estimo que no debería faltar mucho para que Felipe VI sea despedido de su cargo, de forma democrática, sin violencia, sin traumas, sin aspavientos, agradeciéndole los servicios prestados, con derecho a cobrar el subsidio de desempleo, y que la institución que deja vacante sea sustituida por una República Federal que aúne a todas las naciones de España, aglutinadas en torno a un supraestado que contemple las particularidades históricas de cada una, sin artificios autonómicos, incluyendo incluso a la vecina Portugal, si ellos quieren, y dentro de una auténtica Unión Europea de los ciudadanos. Y ahora viene mi tesitura: me da en la nariz que el experimento 10 N le puede resultar fallido, y no es un plato de buen gusto tener que soportar al trifachito durante la próxima legislatura (¿o tal vez sería mejor probar el jarabe de palo para que escarmentemos?) Lo cierto es que las pasadas elecciones voté útil y resultó inútil. En consecuencia, las próximas pienso votar inútil para ver si puede resultar útil. Lo malo es que aún no sé a cuál de los muchos maltrechos fragmentos del sector al que pienso ofrecer mi voto podría resultar menos inútil.

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