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Indicador de regresión de la democracia

Congreso de los Diputados.

Javier Pérez Royo

Catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Sevilla —

La disolución del Parlamento no debería existir. No es una expresión del principio de legitimidad democrática, sino una “excepción” de dicho principio. En los Estados Unidos, que es el primer país que se constituye con base en el principio de “soberanía popular” y que lo hace con una Constitución escrita que no es solamente un documento político, sino también una norma jurídica, la disolución del Congreso no forma parte de la fórmula de gobierno. Las elecciones, todas las elecciones, se celebran “por calendario”, en días preestablecidos, que nos pueden ser modificados.

La manifestación de voluntad de los ciudadanos constituidos en cuerpo electoral tiene la vigencia temporal constitucionalmente definida, dos años para los congresistas y seis años para los senadores, un tercio de los cuales se renueva cada dos años. Cuatro años para el Presidente. Ningún órgano constitucional es dueño del “calendario electoral”. El calendario electoral lo decidió el constituyente y únicamente mediante una reforma de la Constitución podría ser modificado.

En el constitucionalismo europeo no ha sido así. Y no ha sido así, porque el principio de soberanía popular no se impone en el continente europeo hasta el siglo XX, cuando la Monarquía deja de ser la forma política dominante de expresión del Estado Constitucional. Son las dos Guerras Mundiales las parteras del principio de legitimación democrática en el continente europeo y en el Estado Democrático queda incrustada como una reliquia histórica propia del constitucionalismo monárquico predemocrático el instituto de la disolución.

A medida que la democracia como forma política se ha ido estabilizando, la presencia de la disolución parlamentaria se ha ido haciendo cada vez más tenue. Es una institución a la que se había dejado de prestar importancia. Existía, pero casi como si no existiese. El “calendario” era materialmente el centro de gravedad de los procesos electorales en las democracias europeas, aunque no lo fuera formalmente. Así han venido operando los distintos países democráticos europeos occidentales después de la Segunda Guerra Mundial y Grecia, Portugal y España desde los años setenta. La disolución no ha sido una institución políticamente relevante, definidora de la democracia europea. Lo fue en el Estado Constitucional europeo predemocrático. Era una institución que la democracia europea toleraba, pero que no la constituía.

Desde hace unos años, estamos asistiendo a una suerte de resurrección del instituto, como consecuencia de la “regresión democrática” que se está produciendo en el mundo en general. La resurrección del instituto de la disolución parlamentaria es una de las señales características de la forma de manifestación “europea” de dicha regresión. Diría que es tal vez la señal más característica.

No está ocurriendo en España exclusivamente, pero sí está ocurriendo con mayor intensidad que en otros países europeos. España es el último país europeo occidental que se constituyó democráticamente después de la Segunda Guerra Mundial y ha sido el primero que tuvo que disolver el Parlamento por no poder investir a un Presidente del Gobierno tras la celebración de unas elecciones generales. Nos ocurrió en 2016, tras la renuncia de Mariano Rajoy a aceptar ser propuesto por el Rey como candidato y tras la investidura frustrada de Pedro Sánchez. Después sería investido, tras la celebración de nuevas elecciones, Mariano Rajoy, pero lo sería de manera engañosa, ya que no hubo propiamente una “mayoría de investidura”, sino una abstención socialista, que posibilitó una mayoría de investidura que no era mayoría de gobierno. Lo mismo, aunque de forma distinta, ocurriría con la mayoría que aprobó la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez a la Moncloa. Fue una mayoría de “desinvestidura” de Mariano Rajoy más que una mayoría de investidura y, por tanto, de gobierno, de Pedro Sánchez, como se ha podido comprobar en poco tiempo.

Desde 2015 la Constitución española no está operando como Constitución normativa, sino como Constitución “nominal”. La distancia entre lo que la Constitución establece y lo que en la realidad ocurre empieza a ser notable. La resurrección de la disolución del Parlamento como consecuencia de la imposibilidad de constituir mayorías de gobierno tras la celebración de las elecciones, no es el único, pero sí el indicador más expresivo del desmoronamiento del sistema político que se constituyó con base en la Constitución de 1978.

La disolución es el canario en la mina.

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