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La muerte y la tribu

José Cervera en el Bizkaia Zientzia Plaza en septiembre del pasado año

Rosa María Artal

Habría que repensar a Jorge Manrique cuando escribió sobre la muerte que allana a ricos y pobres. Era el Siglo XV y algunos matices han cambiado. No tantos quizás. Hoy y siempre, atesoramos además otro tipo de riquezas. Vengo observando desde hace tiempo el valor de apoyo de la tribu para vivir pero, compruebo, que para morir la tribu es esencial.

Fallece Pepe Cervera, científico y periodista divulgador, ser excepcional, y estalla en dolor una generación de periodistas que lo han cambiado todo. Lloran ellos y todos los que tuvimos el privilegio de conocerle. Y de asistir a aquel fenómeno de la propagación de Internet y de cómo despuntaban unos jóvenes profesionales con el periodismo en las venas, dispuestos a cabalgar hacia el horizonte tan palpable de la tecnología para la información. Porque la curiosidad y los ojos abiertos a los avances son un poderoso imán cuando no pesan las rémoras.

La muerte del maestro José Cervera ha expandido su dolor por las redes, como se previó haría el propio Internet con cuanto entrara en su cauce. “La información se transmite por propagación, no por distribución, la información quiere ser libre (…) se reproduce en las grietas de la posibilidad” escribió John P. Barlow en su mítico manifiesto publicado en Wired en 1994. Nacía un fenómeno transformador. Unos pocos lo vieron primero. Un joven Pepe Cervera entre ellos.

Alguien muy valioso debe ser quien es despedido con un “Siempre te esperaré en Shibuya, maestro”, como hizo Jordi Sabaté que nos desarmó de emoción. O con el recuerdo de los caminos que abrió y les abrió a lúcidos periodistas jóvenes como Pedro de Alzaga: “fue uno de los primeros en explicar la revolución de internet”. O con la historia de una amistad y un proyecto que escribe a corazón abierto, como se contaría en el duelo a los amigos, Ignacio Escolar: “Pepe fue el mejor de todos nosotros. El más visionario. El que mejor lo explicaba. Al que copiábamos los demás”. Nadie oyó nunca hablar mal de Pepe Cervera, Retiario, y el amor que desprenden las despedidas es una lección de vida. “Se vive para conocer gente como Pepe Cervera” concluye en una sola frase que es una enciclopedia Javier Pérez de Albéniz.

Conocí a esa generación maravillosa de periodistas cuando apenas despuntaban y no hace tanto porque el tiempo de Internet corre realmente deprisa. A través de las pistas de mi hijo, llegué a Escolar.net justo en el momento que él describe: cuando todo empezó, cuando todo cambió. A aquella lista de periodistas después, a aquella pasión por descifrar el jeroglífico de la comunicación digital. Estaban todos. Las chicas también, Rosalía Lloret, Virginia P. Alonso, Rosa Jímenez Cano, Vanessa Jiménez, Patricia Fernández de Lis, Bárbara Yuste, entre otras.

Y llegó el Congreso de Periodismo Digital de Huesca. Me enamoré de un divertido texto promocional de Javier Barrera, el twitter mucho más positivo de entonces trasmitió mi deseo y Fernando García me invitó por aclamación popular. A ver, a mirar. Las últimas innovaciones y tendencias. Un auditorio entregado. A Pedro de Alzaga, a Gumersindo Lafuente, a Javier Pérez de Albéniz, a… José Cervera. Una presencia rotunda. La búsqueda en la mirada, la inteligencia en cada gesto, la calidez, la ternura en la sonrisa, la complicidad en la armonía de objetivos.

Impagables lecciones para una periodista de larga carrera, entre muros y sótanos, arrojada prematuramente de la profesión por el ERE de TVE, que encontró una vía para reciclarse y reinventarse. Venturosamente. A pesar de todo. Y luego el blog. Y ver nacer eldiario.es y sentirse mucho más cerca de esa tribu emprendedora y sana que de periodistas encallecidos de cualquier edad.

La vida y la muerte, la tribu. Verán, hace apenas tres semanas buceando por hemerotecas en Internet, saltó una esquela imprevista como un zarpazo. Traía el nombre de un hombre por el que durante mucho tiempo -y nos ha pasado a incontables mujeres- pensaste que sin él no podrías vivir. Lo hiciste, claro está. Tras una pausa de silencio de palabra, de gesto, de respirar casi, compruebas que aún quedaban lágrimas para él en algún remoto rincón. Y que la única solución para recobrar el movimiento es sentarse a escribir. Siquiera unas frases.

Se fue tan lejos y tanto tiempo que murió sin avisarme. Amanece sin él como todos los días desde hace meses, pero es el primero que yo lo sé. Nublado, aunque saldrá el sol. Extraña sensación la muerte del pasado. Y en diferido. La tierra no es leve ni deja de serlo, no es.

No terminas de entender por qué nadie te avisó. Luego se va aclarando. Jorge Manrique genuino. Los ricos caudales. Turbulencias. El reencuentro para saber y seguir palpando el amor sembrado. Y de nuevo el consuelo mutuo de la tribu que fue alguna vez.

Las personas tenemos una variada relación con la muerte. Por experiencias propias y ajenas creo que los sentimientos del adiós para siempre resultan menos amargos, más dulces, al ser compartidos, expresados, volcados. La tribu es esencial en las despedidas. Porque no tienen vuelta atrás y lo sabemos. Se vacían de la presencia, se llenan de ausencia. La tierra no es leve ni deja de serlo, insisto. Pero el amor es el mejor bálsamo para ese hueco. Y reconstituyente vitaminado.

Por eso, en la muerte de los seres queridos hay que hablarse y abrazarse y llorar juntos. Y recordar los detalles que fundamentaron el cariño. Y volver a abrazarse. Y guardar el legado como sustento de la propia vida. El duelo a solas pudre. Podría ser, sí. Porque se encapsula.

Las diferentes formas de morir van desnudando el trauma de un tiempo que se sabe caduco. Al menos hasta que la ciencia, precisamente, descubra de verdad cómo prolongarlo. Y, sin duda, preparan para saber vivir cada día con más sabiduría. Para agarrar el momento presente y todos los momentos presentes que vengan con fuerza y sacarles todo el jugo. Se redobla la apuesta por no perder ni un minuto de felicidad. Por elegir lo esencial aunque parezca lo más accesorio en el instante que pasa. Con la tribu. Con la que une, y apoya, y descansa, y alienta, no hay otra.

Tenía razón Albéniz: “Se vive para conocer gente como Pepe Cervera”. Estimulan a elevarse, a relativizar y profundizar que no es paradoja imposible, a reflexionar y a liberar sentimientos para que vuelen libres.

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