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Demencia masiva

El activista italiano Franco “Bifo” Belardi, en una imagen de archivo en Barcelona.

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No exageran quienes muestran su inquietud –aunque sólo sea de boquilla—por la escasa importancia que brindamos a la salud mental: la individual, la que incrementa la tasa de suicidios –en muchos casos, jóvenes--, o la que dopa nuestra naturaleza con fármacos para atenuar ese amplio espectro de diagnósticos que alientan en nuestros cotidianos fantasmas interiores. El que esté libre de trastornos, que tire el primer diazepam.

En Oriente, se respeta a los locos. En Occidente, se les temía. Ahora, se les ignora, los escondemos debajo de la alfombra para que no molesten o, así de simple, no sabemos qué hacer con ellos desde que cerramos los manicomios y no pudimos cerrar con ellos la locura: a nuestras cárceles les faltan psiquiatras y le sobran clientes con patología dual –psicosis, paranoias y pedradas varias, mezcladas con el consumo de alcohol o de narcóticos--, mientras que sólo hay dos centros penitenciarios psiquiátricos bajo el paraguas del Ministerio del Interior, en toda España, los de Sevilla y Alicante, donde, a veces, terminan metiendo, por ejemplo, a esos viejos cabrones a los que les da por matar a sus mujeres en plena senectud.

Hay, sin embargo, algo peor que ese raro barrunto que nos convierte en los peores enemigos de nosotros mismos. Cuando la locura se convierte en colectiva. Ya la hemos vivido en diversos momentos de la historia: cuando las brujas parecían multiplicarse como setas en los bosques de la intolerancia y se pusieron de moda los hispano-torquemadas y los anglo-puritanos que encendieron sus piras; cuando decretamos las guerras santas y las cruzadas para convertir a los infieles y salvarles –aún hoy perdura alguna de estas costumbres--, aunque para ello fuera necesario el degüello de una espada templaria, el de una cimitarra sarracena o el del Mauser Modelo 1916, que llenó nuestras cunetas de herejes compatriotas cuyos restos aún no tienen quien les den un entierro digno; cuando el crack del 29, que no sólo provocó que los financieros se arrojasen a mansalva desde los rascacielos de Wall Street sino que los empobrecidos decidieron votar con sus uvas de la ira al Partido Nazi de Alemania; cuando los judíos decidieron volver a Sión con las escrituras de propiedad de la Biblia, para expulsar o masacrar a los palestinos; cuando los comunistas aplaudieron que el padre Stalin condenara al Gulag a los disidentes o dirigiese el piolet de Ramón Mercader sobre el cráneo de Troski. Hay más ejemplos y todos son vomitivos. Todo eso ocurre cuando la ciudadanía se deja devorar por la masa y está volviendo a ocurrir.

Ya escribió Goya sobre uno de sus más célebres aguafuertes que el sueño de la razón produce monstruos. No se ha inventado hasta ahora nada más razonable que la democracia y sus principales beneficiarios quieren acabar con ella. Cada vez que escucho decir “sólo el pueblo salva al pueblo”, se me vienen a la memoria otros lemas de parecidos ecos: Salve o popolo d'eroi, prietas las filas, recias, marciales, todo por la patria, cara al sol con la camisa nueva, que tú bordaste en rojo ayer.

Escribo estas líneas desde la convicción de que no interesarán demasiado ni generarán muchos likes argumentos tan pretenciosamente sofisticados, pues carezco del don del exabrupto: en una ocasión, tras un debate cautivo naturalmente de los índices de audiencia, el productor me felicitó aunque a renglón seguido me explicó que no me llamaban con frecuencia porque yo era demasiado sensato

El confort y la clase media que, hasta ahora, nos vacunaban de los malos hábitos de nuestras tan patrióticas guerras civiles, nos han convertido en clientes de un sistema en lugar de en ciudadanos que participan en su construcción. Desde el poder, se ha fomentado el verbo procastrinar: como la política es corrupta, no nos metamos en ella; como el sistema no funciona, sustituyámoslo por una dictadura; como los moros y los negros nos molestan cuando pasean por nuestras calles después de ser explotados en nuestros tajos, digamos en las encuestas que vamos a votar a nuestro paripé del Ku-Klux-Klan. Aplaudimos la globalización de las mercancías y ansíamos el cierre de fronteras para los seres humanos: nos convertimos en policías playeros para detener bravamente a inmigrantes extenuados o los que niegan la violencia machista, sólo se acuerdan de los derechos de las mujeres cuando pretendemos criminalizar al Islam.

Los consumidores de televisión, como el principal ocio de los pobres, aquellos que creemos que la vida real es una tertulia desaforada, que creemos tener la razón todo el tiempo, ansiamos soluciones fáciles para problemas complejos, sin llegar a comprender que lo más fácil que ocurra es que los vendedores de crecepelos milagrosos nos provoquen problemas a nosotros mismos.

Escribo estas líneas desde la convicción de que no interesarán demasiado ni generarán muchos likes argumentos tan pretenciosamente sofisticados, pues carezco del don del exabrupto: en una ocasión, tras un debate cautivo naturalmente de los índices de audiencia, el productor me felicitó aunque a renglón seguido me explicó que no me llamaban con frecuencia porque yo era demasiado sensato.

La insensatez es uno de los grados de la estulticia. Y nadie ha prosperado más desde la crisis de Lehman Brothers que los imbéciles. El filósofo y activista italiano Franco “Bifo” Belardi acuñó ya hace tiempo la expresión “demencia masiva”. A ella nos enfrentamos: a su juicio, el nazismo contemporáneo, eso a lo que ahora llamamos populismos, nace de ese fenómeno. ¿Sólo concierne a la derecha? Lamentablemente, no. Al otro lado de la baraja partidista, asistimos también a lo que Vladimir Lenin, en 1920, definió como “El izquierdismo: Enfermedad infantil del comunismo”, señalando a aquellos que adoptaban posturas “radicales” y “poco prácticas”. Tampoco, a estas alturas, pago la cuota en el club de fans de Lenin pero, visto lo visto, ese criterio del calvo de la perilla sigue teniendo cierto sentido un siglo más tarde. Lo peor del caso es que tampoco la izquierda práctica y poco radical parece demasiado en sus cabales. Esta encrucijada histórica va a terminar resolviéndose en un duelo entre los locos de atar y los que llevamos, como escribió Tito Muñoz para Joan Manuel Serrat, el carnet de majaras en la cartera.

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