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La brecha que puede romper la democracia

Un grupo de jóvenes seguidores de Vox asisten a un acto con Santiago Abascal en Las Palmas de Gran Canaria

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Durante años creímos que la juventud sería el ariete que derribaría las últimas murallas del género: más educación, más movilización y más igualdad. Pero hoy emerge un hecho inquietante: entre mujeres y hombres jóvenes se está configurando una divergencia ideológica que podría pasar a la historia como una de las mayores brechas de género en valores, voto y concepción de la democracia. No sólo es que las mujeres jóvenes participen menos en la política institucional: es que sus mapas mentales se están alejando de los de los hombres jóvenes, y ese desplazamiento tiene implicaciones profundas para el futuro democrático.

Un estudio publicado en European Sociological Review en 2025, basado en más de 460.000 jóvenes de 20 a 29 años en 32 países europeos, documenta que en 11 de esos países se ha abierto o agrandado lo que los autores llaman un 'modern youth gender gap' en la autoubicación ideológica. Las mujeres jóvenes se desplazan hacia la izquierda con mayor rapidez que los hombres, mientras que estos abrazan posiciones, ya no conservadoras, sino reaccionarias en un importante porcentaje. En España, una investigación de la Universidad Autónoma de Madrid confirma que la brecha ideológica en la generación Z es mayor que en cualquier otra franja de edad y que se explica, sobre todo, por un giro de los hombres jóvenes hacia posiciones más autoritarias.

Los datos electorales van en la misma dirección. Un estudio de la Universitat Pompeu Fabra muestra que, en las elecciones europeas de 2024, el 21% de los hombres jóvenes votó a partidos de extrema derecha, frente al 14% de las mujeres. Los analistas hablan de un fenómeno nuevo: las chicas se inclinan hacia el progresismo y los valores igualitarios, mientras muchos chicos se escoran a una derecha cada vez más cerrada, incluso reaccionaria. Es un regreso a ideas que la generación de sus padres y madres creyó superadas: el liderazgo masculino, la familia tradicional o el desprecio por la agenda feminista o climática.

Esta brecha no se explica por biología ni por azar, sino por cultura y estructura. La socialización sigue hablando en masculino. Un estudio del Journal of Social Forces demuestra que entre los 11 y 16 años los chicos duplican su sensación de autoeficacia política —la creencia de que su voz puede influir—, mientras que las chicas apenas avanzan o incluso retroceden. En los debates escolares, ellos hablan más, interrumpen más, son escuchados más. Ellas aprenden pronto que su palabra vale menos, y que la exposición pública tiene un coste, que en la actualidad es extremadamente elevado. Esa pedagogía invisible se traduce, años después, en trayectorias asimétricas: ellos ocupan el espacio político con naturalidad; ellas lo transforman desde los márgenes.

Hay además una dimensión simbólica que no puede obviarse. El entorno digital se ha convertido en un espacio de reafirmación ideológica donde los hombres jóvenes se organizan en torno a discursos antifeministas, de “masculinidad en peligro” o de rechazo a la igualdad. No es casual que algunos de los influencers más seguidos entre chicos de 15 a 25 años sean figuras que promueven valores de dominio, competencia y desprecio por lo vulnerable. En cambio, las mujeres jóvenes han hecho de la red una herramienta de politización: desde el movimiento MeToo hasta el activismo climático, las redes han sido su escenario de poder. Pero ese poder tiene precio. Según Plan International, una de cada cinco jóvenes en el mundo ha sido intimidada o amenazada en internet por expresar opiniones políticas. Participar sigue siendo más caro para ellas que para ellos.

Ante esta realidad, algunos discursos mediáticos intentan explicar el giro de los hombres jóvenes hacia la extrema derecha como una reacción “comprensible” al feminismo. Pero esa indulgencia es peligrosa. No estamos ante jóvenes desorientados, sino ante una masculinidad que, ante el avance de la igualdad, busca reafirmar su antigua hegemonía. La radicalización no surge del vacío: es la forma política que adopta el privilegio cuando se siente amenazado.

Las mujeres jóvenes, en cambio, se han convertido en el principal motor moral del progresismo. Sus posiciones en temas como derechos LGTBI, justicia social, igualdad racial o medioambiente son más avanzadas que las de cualquier otro grupo demográfico. Su politización es más ética que partidista, más horizontal que jerárquica. Pero la política institucional no ha sabido traducir ese impulso en representación real. En muchos partidos, especialmente progresistas, ellas siguen ocupando los márgenes o las tareas de apoyo. Y cuando alcanzan el liderazgo, son tratadas con una severidad que sus pares masculinos rara vez enfrentan.

No es casual que tantas jóvenes prefieran el activismo al escaño. Como explica la politóloga Pippa Norris, las mujeres afrontan el “doble coste de la ambición”: deben probar competencia y simpatía a la vez, bajo el riesgo de ser tildadas de arrogantes si alzan la voz. Esa lógica patriarcal expulsa, una y otra vez, la posibilidad de una participación política igualitaria.

La brecha ideológica entre mujeres y hombres jóvenes no es un asunto menor. Es un síntoma de que la igualdad no está consolidada, sino en disputa. Si las mujeres se vuelven más progresistas y los hombres más reaccionarios, el consenso democrático se fractura. Las políticas de igualdad dejan de ser un proyecto común y pasan a ser un campo de batalla. La democracia pierde equilibrio y el debate público se llena de ruido y de ira.

Frente a este panorama, la respuesta no puede ser neutral. La educación cívica debe incorporar una perspectiva de género que enseñe a los niños a compartir la palabra y a las niñas a confiar en ellas. Las instituciones tienen que ofrecer a las jóvenes los recursos materiales y simbólicos para convertir su activismo en poder político real. Los medios deben dejar de amplificar las narrativas antifeministas que romantizan la reacción. Y la sociedad adulta debe asumir que no se trata de “comprender” la resistencia masculina, sino de transformarla.

Simone de Beauvoir advirtió que el opresor no sería tan fuerte si no tuviera cómplices entre los oprimidos. Hoy esa advertencia resuena en las redes, en las urnas y en las calles. La brecha ideológica entre mujeres y hombres jóvenes no es el fracaso del feminismo, sino la prueba de su eficacia: está moviendo los cimientos. Y como toda revolución, despierta miedo en quienes siempre ocuparon el centro.

Pero hay algo profundamente esperanzador en esta fractura. Las mujeres jóvenes están marcando el rumbo moral de su tiempo. Su compromiso con la igualdad, la justicia y la sostenibilidad demuestra que otro futuro es posible. El reto es que ese futuro no sea solo de ellas, sino de todos. Porque si la igualdad se convierte en trinchera, perderemos la democracia entera.

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